El desayuno se me volvió ceniza en la boca.
El silencio, luego de la confirmación de la muerte de Marco D’Amico, fue más elocuente que cualquier palabra. A mi lado, Ludovica apenas rozaba su taza de café, una mano aun sobre su vientre, como si ya lo estuviera protegiendo del mundo que se nos venía encima. Yo la sentía, presente, fuerte, pero también cansada de la oscuridad que nos rodeaba. Y yo... yo estaba harto de que ella estuviera en medio sin saber. Ya no. No más sombras para ella.
—Después del desayuno, reunión en el despacho —dije, en voz baja, pero firme—. Fyodor, asegúrate de que estén todos. Gerónimo, Salvatore… y Ludovica.
Fyodor asintió, sin sorpresa, ante la última inclusión.
Ludovica me miró. Sus ojos eran dos brasas contenidas, pero en ellos no vi miedo. Vi algo mucho más potente: determinación. Esa mujer... la madre de mi hijo… no aceptaría quedar al margen, y yo ya no podía, ni quería, dejarla fuera.
Una hora más tarde, el despacho estaba cerrado, las cortinas entorna