El amanecer nos encontró envueltos el uno en el otro, como si el mundo exterior no pudiera alcanzarnos mientras estuviéramos así. Sentí primero su respiración cálida sobre mi cuello, luego el peso suave de su brazo rodeando mi cintura, y más abajo, sus piernas entrelazadas con las mías, como si en sueños su cuerpo también necesitara asegurarme que seguíamos aquí, juntos, vivos, a salvo.
No quise moverme de inmediato. Había en ese instante una paz que pocas veces encontraba: la que nace del amor, sí, pero también de la batalla librada la noche anterior. Gabriele no solo me había contado la verdad… me la había confiado como quien entrega una parte de sí. Y yo, que aún tenía miedo, lo sentía a él convertido en refugio.
Lo miré, con el rostro apenas girado sobre la almohada. Tenía el ceño fruncido, incluso dormido. Como si ni siquiera en sus sueños pudiera desprenderse de la tensión que lo perseguía. Le acaricié la mejilla con la yema de los dedos, despacio, con ternura. Luego me incliné