Volví antes de lo previsto. No era habitual en mí, pero algo en el estómago me había hecho girar el volante y acortar la última reunión. Un presentimiento. Una incomodidad difícil de nombrar, como si algo se hubiera movido en las sombras sin pedir permiso.
Había dejado el auto en la entrada lateral, donde solo unos pocos sabían que se podía aparcar. Ni siquiera Teresa me había escuchado llegar. Eso me dio ventaja. Caminé por el sendero de piedra en silencio, con pasos rápidos y sin levantar polvo, como me enseñaron en mis primeros años con el viejo Falco, mi antiguo entrenador, el que nos guio a mí y a Fyodor: muévete como si el suelo te perteneciera, pero sin hacer ruido. Así lo hice.
Y entonces lo vi.
Apenas doblé el seto de glicinas, su silueta apareció como un mal presagio en mitad del jardín. Recto. Imponente. Como si la edad no pesara sobre sus hombros, como si los años no le hubieran robado nada. Mi padre.
Antonio De Luca.
Él.
Frente a ella.
Ludovica, sentada bajo la pérgola, c