Dormir. Solo eso quería. Dejar de pensar, de temblar, de imaginar el peor escenario posible. Pero antes… antes necesitaba quitarme esa piel que no era mía.
La ropa que me habían puesto para exhibirme en la subasta seguía pegada a mi cuerpo como un insulto. Cada encaje, cada transparencia, cada nudo en los lazos de esa prenda maldita me recordaban lo que había pasado, lo que había sentido. La humillación, la impotencia, la rabia. No podía soportarlo un minuto más.
Fui al baño sin encender todas las luces. El mármol era frío bajo mis pies. Me deshice de esa ropa como si me arrancara algo tóxico de encima. La tiré al rincón más alejado y la cubrí con una toalla. No quería ni verla.
El agua caliente cayó sobre mí como un bálsamo, pero también como una herida abierta. Me lavé con fuerza, con rabia, con desesperación. Como si pudiera borrar las manos que me tocaron sin permiso, las voces que me gritaron en idiomas que no entendía, las cadenas invisibles que me sujetaron en esos días oscuros