El eco de los pasos ajenos me retumbaba en el pecho como un presagio.
Fyodor me hizo una seña y nos acercamos por el costado del edificio, siguiendo el sendero entre los árboles que nos ocultaban parcialmente. La clínica estaba ahí, al final del camino, silenciosa, sin luces evidentes ni guardias visibles. Pero eso no me tranquilizaba. Sabíamos que había gente adentro, y la ausencia de movimiento era justamente lo que más me inquietaba.
La puerta trasera estaba cerrada, pero Fyodor parecía conocer el mecanismo. Se agachó, sacó una pequeña herramienta de su chaqueta, y en menos de un minuto la cerradura cedió con un suave clic. No dijimos nada. Solo compartimos una mirada, y entramos.
El olor fue lo primero: desinfectante, antiguo, humedad, encierro. Era un aroma que me revolvía el estómago. Caminamos pegados a las paredes, con pasos tan cuidadosos que me dolían los pies. Me parecía escuchar hasta mi respiración. Avanzamos por un pasillo sin ventanas, con linóleo desgastado y luces par