Dormía plácidamente, hasta que sintió dentro de sí algo que desconocía.
Abrió los ojos lentamente, con esa mezcla de cansancio y asombro que solo las madres muy cerca del nacimiento conocen. Su vientre se alzaba grande, firme, palpitante. Bajo su piel, la vida se movía como una luz contenida, una energía cálida que a veces parecía tener voluntad propia.
Se incorporó despacio, dejando que los pies descalzos tocaran el suelo de mármol. La brisa nocturna se filtró por la ventana, trayendo el olor de flores húmedas y tierra vieja.
—Tranquilo, pequeño —susurró, acariciando su vientre—. El mundo te espera con ansias.
Pero entonces lo sintió.
Una corriente invisible recorrió su cuerpo desde la base de la espalda hasta la nuca.
No era dolor. Era poder.
La misma fuerza que había sentido junto al río, cuando el agua la reconoció como parte de sí misma.
Ahora esa energía fluía dentro de ella, más estable, más densa, como si su sangre fuera el cauce de algo que llevaba siglos dormido.
El fu