Ambos compañeros de piso estaban en la sala, compartiendo el silencio como si fuera una manta que apenas cubría el frío entre ellos. Vida ya tenía lista su ropa para el día siguiente. La camisa blanca colgaba del respaldo del sillón, los zapatos alineados junto a la puerta, el cabello aún húmedo recogido en una trenza simple. No era solo una rutina: era su forma de recordarse que seguía viva, funcional, entera… aunque por dentro se estuviera deshaciendo en mil pedazos.
Silas la miraba desde el otro extremo del sofá, sin saber cómo detenerla sin romperla más. Sabía que no lo hacía por necesidad. El dinero no era un problema: la empresa seguía pagándole aunque no se presentara, y él ya le había dicho, más de una vez, que no se preocupara por la renta. Pero ella era orgullo. Era obstinación. Era una herida con piernas que insistía en caminar antes de cerrarse.
—No quiero que vayas a trabajar —dijo él al fin, con una voz que se sintió más susurro que orden—. Déjate descansar… solo un poco