La casa olía a café recién hecho y a madera húmeda. Afuera, el viento arrastraba copos de nieve que golpeaban suavemente las ventanas, pero adentro solo reinaba el silencio.
El tipo de silencio que no se elige, sino que se impone.
Vida sostenía una taza entre las manos, observando cómo el vapor se elevaba y se perdía. Frente a ella, la ángel la miraba sin hablar, con esa paciencia infinita que solo los seres antiguos poseen. Ambos sabían que no había nada que decir que pudiera aliviar el peso de lo ocurrido.
El fuego crepitaba en la chimenea, llenando el espacio con una luz dorada.
Cada chispa parecía recordarle el brillo de los ojos de Kaelion en el palacio: furiosos, dolidos, cargados de amor y resentimiento al mismo tiempo, el cómo se marchó del dándole la espalda sin piedad.
—No deberías culparte —dijo la ángel al fin, con voz baja, suave, como quien teme romper algo frágil—. Era inevitable.
Vida sonrió apenas, sin levantar la vista de su taza.
—Lo inevitable no duele menos —su