El amanecer no trajo paz. El cielo estaba gris, cargado de nubes bajas que parecían anunciar tormenta, aunque no llovía. Ariadna despertó en el suelo de su habitación, aún recostada contra el pecho de Elian. El calor de su abrazo era lo único que la mantenía cuerda después de la última noche.
El libro permanecía cerrado junto a la mesa, inmóvil, como si nada hubiera pasado. El amuleto, reducido a cenizas, reposaba en el suelo. Ariadna lo miró con una punzada de dolor. Era como perder una parte de sí misma.
Elian abrió los ojos lentamente.
—¿Cómo estás? —preguntó, con la voz ronca.
Ariadna negó con la cabeza.
—No lo sé. Siento que sobrevivimos… pero que nada terminó.
Él la sostuvo un momento más, en silencio, antes de ayudarla a incorporarse.
No tardaron en escuchar el ruido afuera. Voces agitadas, pasos apresurados, gritos. Ariadna se asomó por la ventana: el pueblo se había reunido en la plaza, como si todos hubieran esperado el amanecer para decidir qué hacer.
—Ya empezaron —dijo El