La luna estaba cubierta por nubes densas cuando Ariadna regresó a casa. Elian había advertido quee esa noche las sombras se moverían, y aunque intentó convencerse de que tal vez exageraba, cada rincón oscuro parecía susurrar su nombre.
Encendió todas las lámparas de aceite de la casa, como si la luz pudiera ahuyentar el miedo. Su madre y sus hermanos dormían, ajenos al torbellino que la rodeaba. Ariadna permanecía en su habitación, con el libro sobre la mesa y el amuleto apagado colgando de su cuello.
El silencio era tan profundo que incluso el crujido de la madera parecía un grito. Entonces lo escuchó: un roce suave, como uñas arañando la ventana. Se levantó lentamente, con la respiración contenida, y al apartar la cortina, se encontró con dos ojos rojos brillando en la oscuridad.
Gritó y retrocedió, tropezando con la silla. La ventana se abrió de golpe, y una sombra líquida, alargada, se deslizó hacia el interior. El aire se volvió helado; la llama de la lámpara parpadeó hasta casi