La plaza estaba casi desierta cuando Ariadna salió de la casa comunal. El viento frío levantaba polvo, y las farolas vacilaban como si fueran a apagarse en cualquier momento. Frente a ella, bajo la penumbra, Elian permanecía inmóvil, observándola.
Por un instante pensó en huir, en correr hacia su casa y encerrar el libro en el lugar más profundo que encontrara. Pero sus pies la llevaron hacia él como si no tuviera opción. Cada paso que daba acercándose era una contradicción: miedo y calma, rechazo y atracción, oscuridad y luz. —¿Qué te dijeron? —preguntó Elian en voz baja cuando estuvo lo suficientemente cerca. Ariadna lo miró, con los ojos cargados de dudas y lágrimas contenidas. —Que fuiste el guardián… que mi familia te traicionó… que ahora yo soy la última en esta cadena. Elian sostuvo su mirada, pero no respondió de inmediato. Parecía debatirse entre hablar o callar. Finalmente, desvió la vista hacia el suelo. —No querían contártelo. Lo hicieron solo porque ya no pueden ocultar lo inevitable. —¿Inevitable? —repitió Ariadna, con un nudo en la garganta—. ¿Que mi vida ya no me pertenece? Elian dio un paso hacia ella, y Ariadna sintió que el aire se volvía más denso. —Nunca te mentí —dijo con firmeza—. No pedí ser guardián, pero lo fui. Y tampoco pedí ser encadenado en fuego, ni esperar siglos a que alguien con tu sangre me liberara. Ariadna bajó la mirada, sintiendo el peso de esas palabras. Pero antes de que pudiera responder, Elian extendió la mano, lentamente, como si temiera que ella lo rechazara. Sus dedos rozaron los de Ariadna, apenas un contacto, pero suficiente para encender un calor inesperado en su pecho. —No te acerques —susurró ella, aunque no apartó la mano—. Dicen que no eres… completamente humano. Elian esbozó una sonrisa amarga. —Tal vez no lo sea. Pero hay algo que sí siento tan humano como tú. Ariadna levantó la vista. —¿Qué? Los ojos grises de Elian brillaron con un destello vulnerable. —El miedo a perderte. Las palabras la golpearon con una fuerza que no esperaba. Nunca imaginó que alguien como él, tan fuerte, tan imperturbable, pudiera confesar algo así. Y esa vulnerabilidad lo hizo aún más peligroso para su corazón. El silencio entre ellos se cargó de tensión. Ariadna sentía la respiración de Elian cerca, el calor de su mano, la intensidad de esa confesión. Todo en su interior gritaba que debía alejarse, pero otra voz, más profunda y sincera, la invitaba a quedarse. —No deberías decirme eso —murmuró ella, con la voz entrecortada. —No debería, pero es la verdad. —Elian se inclinó apenas, su aliento rozando la mejilla de Ariadna—. Puedes temerme, puedes odiarme, pero no puedes cambiar lo que somos cuando estamos juntos. El corazón de Ariadna latía desbocado. Sus labios temblaron, y por un instante, estuvo segura de que Elian iba a besarla. Pero justo cuando la distancia entre ellos se volvió insoportable, él se detuvo. Cerró los ojos, apretando la mandíbula, como si luchara contra sí mismo. —No aún —susurró, apartándose un paso—. No cuando el peligro acecha en cada sombra. Ariadna, confundida, lo miró en silencio. Parte de ella sintió alivio, otra parte sintió un vacío inexplicable. Elian le dio la espalda, mirando hacia el bosque que se extendía más allá del pueblo. —Esta noche, las sombras volverán a moverse. Lo sé. Y vendrán por ti. Ariadna se estremeció. —¿Y qué debo hacer? Elian se giró hacia ella, con una mirada grave pero cargada de determinación. —Confiar en mí. Aunque todo el mundo te diga que no lo hagas. Ariadna tragó saliva. Los ancianos le habían advertido que no confiara en él. Su propia razón le gritaba que se alejara. Y, sin embargo, en lo más profundo de su corazón, algo ya había elegido. No lo dijo en voz alta, pero esa noche, al regresar a su casa, supo que su destino estaba sellado. No podía huir de Elian. Ni de las sombras. Ni de sí misma.