4. Sin tener que pedir nada

Capítulo 4

Silas Wyckham no era un hombre conocido por su paciencia, él normalmente no pedía exigía, o esperaba que la persona lo cumpliera sin él tener que pedir nada.

Había dejado el hotel sin mayores pensamientos, convencido de que la chica —dulce, callada, y sorprendentemente receptiva— estaría a su disposición siempre que él lo deseara. Pero pasaron los días… y nada. La habitación que le había asignado quedó vacía. Ningún mensaje, ninguna llamada, ningún rastro.

Silas se tensó. ¿Dónde demonios se habían metido?

Intentó contactar a Porfirio, pero según su secretaria, el hombre estaba de viaje en Sudamérica y no había señal, tal vez cerrando tratos turbios, como solía hacer. A Silas no le importaban los detalles, solo quería saber por qué su “pago” había desaparecido.

En cambio, Nora había pasado la semana encerrada en su habitación, sin decir una palabra. Apenas comía, no salía, no permitía que nadie entrara. El mundo era un borrón oscuro detrás de sus párpados ciegos, y su cuerpo aún recordaba las manos de Silas. A veces temblaba al recordar su voz grave, sus órdenes… y cómo su cuerpo, traidor, se entregó sin resistencia. Se odiaba por eso.

La puerta se cerró detrás de Porfirio con un clic apagado. La luz del pasillo se filtraba por la rendija, proyectando un cinturón dorado sobre el suelo polvoriento de la habitación de Nora. Él inspiró hondo, ocultando su frustración tras una máscara de calma.

Su voz fue un susurro helado al principio:

—Nora… —la llamó, aproximándose con pasos medidos.

Ella permaneció sentada en la cama. No alzó la cara, pero su mano aflojó los dedos entrelazados, cerca del borde del colchón. Estaba asustada, confundida, con el corazón teñido por un deseo y miedo que no comprendía del todo.

Porfirio se sentó junto a ella, sin invadir, solo lo suficiente para que su presencia fuera imposible de ignorar. Su voz se aderezó de ternura forzada:

—Sabes que lo hago por ti, querida. La empresa… Qiao me advirtió que las cosas están precarias ahora. Tenemos clientes importantes que se van, deudas que crecen… El banco ni siquiera nos dará un préstamo. Necesitamos capital, o iremos cuesta abajo.

—Ya hice lo que pude, tío —dijo Nora en voz baja.

—Tú me habías prometido hace un mes… dijiste que los quinientos mil que te da tu tío Qiao podrías dármelos… es nuestra última una esperanza.

Hizo una pausa calculada, dejando que cada palabra flotara entre la penumbra.

—Me duele la cabeza, tío Porfirio —dijo suavemente, pero sin querer escucharlo, le resultaba imposible no sentir cierta repulsión después de lo que hizo por él— hablaré con el tío Qiao.

—Ya sabes que Silas es un hombre poderoso. Muy poderoso, pensé que tal vez querría casarse contigo —mintió con descaro, si iba a buscar esposo seria para su hija—. Si me das ese dinero, podré no solo saldar una deuda. Él se convierte en un aliado. Un socio. Alguien que limpia rumores a tu nombre— dijo, depositando suavemente la mano sobre la de ella.

La acarició con gesto paternal, infantilmente, engañosamente protector.

—Entiendo.

—No te estoy pidiendo un sacrificio, Silas es guapo y con éxito… —continuó, con voz aterciopelada—. Y no se te olvide lo que prometiste, cariño. Solo medio millón, una pequeña inversión para ti. Tú nunca querrías verme humillado, fallando… ¿verdad?

Nora palideció. No sabía cómo llegó Silas al asunto, ni que su tío se hubiera relacionado con un hombre así. No sabía nada de sus actos turbios. Pero las palabras de Porfirio eran tan suaves que erosionaban cualquier muralla que ella quisiera levantar.

—Yo… no… —susurró, pero su voz se rompió como una rama seca. Lo último que necesitaba ahora era agregar más caos al corazón que ya le ardía.

Porfirio inclinó la cabeza y le regaló una sonrisa tranquilizadora:

—No desearía forzarte. Solo… piensa en todo lo que podrías ganar. Tu futuro, tu independencia. Tú misma dijiste que no querías vivir cargando con deudas que no te pertenecían. Esto es diferente.

La tensión creció. Nina sintió una presión silenciosa, como una ola lista para romperse.

—¿Y si no puedo conseguirlo? —murmuró ella finalmente, vencida—. ¿Y si no lo logro?

Porfirio presionó un poco más, sin perder la calma:

—Yo… confío en ti. Pero hay otras personas esperando, interesados en invertir. No quiero vender la empresa a extraños. Quiero que el legado siga en la familia. En ti. Pero necesito seguridad, Nora. Solo dime que cuento contigo, y todo estará bien.

La verdad es que no le estaba pidiendo. Le estaba exigiendo. Pero la suavidad en su voz, la proximidad de su mano y esa sensación engañosa de que solo quería protegerla, todo lo envolvía como un abrazo mortal.

Nora cerró los ojos.

No sabía cómo decirle que se sentía vacía. Que necesitaba silencio más que dinero. Que parte de su corazón quería la compañía de Silas, aunque no lo entendiera. Pero todo parecía tan oscuro ahora. Tan confuso.

—… lo pensaré —susurró al fin, con los labios entumecidos.

Porfirio retiró su mano, satisfecho. Se levantó despacio.

—Eso es todo lo que necesito —murmuró, mirándola por primera vez a los ojos—. Solo tu palabra.

Y salió sin hacer ruido. La puerta siguió cerrada unos minutos, como si ella misma estuviera atrapada detrás de un muro insonoro.

Nora abrió los ojos.

Su corazón latió desordenado. Entre el anhelo por Silas, la presión del nombre familiar y esa propuesta que no entendía del todo sintió que el mundo se estrechaba.

No sabía aún la verdad del hombre que le hablaba como si le amara.

Pero el veneno empezaba a recorrerle las venas. Y ella… no sabía cómo escapar.

….

Había pasado una semana.

Siete días y noches sin una sola palabra de ella.

Silas se encontraba de pie, de espaldas a los ventanales de su oficina, mirando la ciudad con una expresión fría, contenida. El silencio era apenas interrumpido por el tic del reloj de pared. Sus dedos tamborileaban con impaciencia sobre el alféizar. El informe financiero que tenía en el escritorio llevaba horas sin ser abierto.

—¿Porfirio no ha dicho nada? —preguntó sin girarse.

—No, señor —respondió su asistente, parado con una carpeta entre las manos—. Asegura que todo está en orden. Que la señorita Redstone está descansando.

Silas apretó la mandíbula. Un músculo le tembló en la mejilla.

—No me importa lo que diga Porfirio —dijo al fin, con la voz tan helada como afilada—. Quiero saber dónde está. Y esta vez no quiero intermediarios.

El asistente lo miró con cierto nerviosismo.

—¿Desea que investigue… sin meter a los Redstone? ¿cree que sean tan estúpidos como para mentirle a usted?

Silas giró hacia él por fin. Su mirada era intensa, sombría.

—Hazlo discreto. Que nadie lo sepa. Si Porfirio miente… quiero saber por qué. Y qué está escondiendo.

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