3. Lo que más le asustaba

Capítulo 3

Y sin más, empujó lentamente dentro de ella.

El primer contacto fue tan intenso que Nora dejó escapar un gemido ahogado y las lágrimas ya brotaban de ella, sus caderas alzándose por reflejo, buscándolo, queriendo más. Él se hundió en su interior con una lentitud cruel, llenándola por completo, hasta que ya no hubo distancia entre ambos. Era cálido, firme, profundo… demasiado.

—Shhh… tranquila —dijo él con voz grave, envolviéndola con sus brazos, dominándola desde todos los ángulos—. Deja que te lo enseñe a mi ritmo.

Comenzó a moverse, marcando un ritmo lento, rudo, perfecto. Cada embestida era medida, cada movimiento diseñado para provocar una reacción. Nora jadeaba, con el cuerpo rendido, la espalda arqueada, los sentidos desbordados. No podía verlo, pero cada parte de ella lo sentía. Lo conocía por el tacto, por el calor, por cómo su voz se volvía más profunda al gemir contra su oído.

—Se-señor Wyckham —habló de forma temblorosa y sus paredes se apretaron alrededor de él.

—Estás hecha para esto —susurró Silas, mientras atrapaba sus muñecas y las alzaba sobre su cabeza, inmovilizándola—. Para que te tomen. Para obedecer.

Nora no respondió, pero su cuerpo habló por ella. Se entregó completamente, temblorosa, vulnerable, pero dispuesta. Sentía que se incendiaba, que el mundo giraba solo alrededor de esa sensación —esa unión— que la rompía y la completaba al mismo tiempo.

El ritmo aumentó, y Silas gruñó entre dientes. Era evidente que la sensibilidad de ella lo enloquecía. Cada gemido, cada espasmo de su cuerpo bajo el suyo lo excitaba más de lo que esperaba. No era solo placer físico, era el poder de ver cómo esa chica tímida, ciega y temblorosa… se deshacía por él.

Y entonces, justo cuando ella estaba al borde del abismo, él se detuvo.

Sus caderas quietas, su cuerpo aún dentro de ella. Su boca en su cuello.

—No —susurró con crueldad deliciosa—. Aún no.

Nora abrió la boca, confundida, temblando. Su cuerpo suplicaba, sus piernas le dolían de tanto tensarse, y la necesidad era un fuego que no podía apagar.

—¿Por qué…? —murmuró ella, sin aliento.

—Porque aún no me perteneces del todo —dijo él, antes de lamerle el lóbulo de la oreja, suave, como si la acariciara con veneno—. Pero lo harás.

Se apartó, dejando su cuerpo vacío, tembloroso y completamente encendido.

Silas se levantó de la cama. Ella lo sintió alejarse, sin saber a dónde iba ni qué haría después. Pero algo era seguro: no había terminado con ella.

Silas se quedó de pie al borde de la cama, mirándola.

Su cuerpo aún temblaba, estaba sudorosa, su cuerpo seguía encendido, desesperado por una culminación que él le había negado con despiadada precisión. Ella respiraba con dificultad, el pecho subiendo y bajando con violencia, el rubor aún vivo en sus mejillas.

—¿Estás frustrada? —preguntó él con un tono que rozaba la burla, pero con un deje de verdadera curiosidad.

Ella no respondió.

Silas ladeó la cabeza, observando cómo se retorcía ligeramente entre las sábanas, incapaz de encontrar alivio. Esa necesidad brillaba en su piel, en su respiración, en la forma en que apretaba los muslos. La deseaba más ahora. Así: desesperada. Rota en su orgullo. Caliente por él.

Volvió a acercarse. Esta vez no se metió en la cama. Solo se sentó en el borde y le acarició el muslo con la yema de los dedos.

—Tu cuerpo me está rogando, pero tu boca se queda callada. ¿Qué clase de sumisa no pide lo que desea?

Nora giró el rostro, avergonzada. Quería gritarle que no era eso, que ella no había venido para convertirse en nada de lo que él pensaba… pero, al mismo tiempo, cada roce la incendiaba más. Cada palabra suya caía sobre su piel como gotas de aceite caliente.

Silas la tomó del mentón y la obligó a volver el rostro hacia él.

—No estás aquí por tu voluntad. Lo sé. Pero estás aquí ahora. Y eso significa que podemos hacer esto de dos formas: puedes resistirte… o puedes aprender a obedecer y disfrutarlo.

La amenaza era sutil, apenas insinuada. No había crueldad, pero sí una firmeza que dejaba claro quién tenía el control.

—¿Y si no quiero? —preguntó Nora, con la voz temblorosa, pero sin apartar el rostro. Algo dentro de ella ardía de forma distinta ahora. No solo deseo. Orgullo— ¿si te digo que quiero irme?

Silas sonrió. No era una sonrisa amable. Era la de un hombre que sabía que tenía tiempo. Que podía esperar. Que podía desarmarla pedazo a pedazo hasta que ella misma le abriera todas las puertas.

—Entonces te vas, no obligo a nadie a quedarse, pero no me digas que no cuando te toque —murmuró, bajando la mano hasta acariciar su entrepierna con un dedo—. Porque esto… esto me dice otra cosa.

Nora jadeó, arqueándose involuntariamente. El solo roce de su dedo bastaba para hacerla sentir al borde de la locura.

—Dime qué quieres —insistió él, presionando con un ritmo lento, cruel—. Usa tu voz, Nora.

Ella mordió su labio con fuerza. Podía negarse. Podía decirle que se detuviera. Pero no lo hizo.

—Quiero… quiero que me toques —susurró al fin, apenas audible.

Silas se inclinó sobre ella, su boca rozando la comisura de sus labios.

—Eso fue un buen comienzo —susurró—. Pero todavía puedes hacerlo mejor.

La besó entonces. Un beso profundo, demandante, su lengua invadiendo su boca como si también quisiera conquistarla desde dentro. Su mano no se detuvo. Tampoco sus movimientos, que ahora eran más firmes, más seguros. La acariciaba como si conociera cada rincón de su cuerpo de antemano, como si ella le perteneciera desde siempre.

—Entrégate —le ordenó contra los labios—. No tienes que entenderlo aún… solo siente.

Y Nora… sintió.

El cuerpo le ardía, y ya no sabía si de vergüenza, de placer o de necesidad. Pero una certeza se formó entre las brasas de su mente: él podía hacerla olvidar el mundo entero… incluso a sí misma.

Nora despertó con la boca seca y los músculos doloridos.

El calor que la había envuelto la noche anterior había desaparecido por completo. Estiró la mano en la cama, tanteando entre las sábanas revueltas. Vacío.

Silas ya no estaba.

El aire en la habitación era frío. El aroma a menta y madera seguía flotando, tenue, como un fantasma que se resistía a marcharse. Pero no había más sonido que el de su propia respiración.

….

Se incorporó con lentitud, cubriéndose con la sábana. El cuerpo aún le dolía, sensible en cada rincón que él había tocado, marcado por caricias que no sabía si debía recordar o enterrar.

Silas Wyckham se había ido sin despedirse.

Y en el fondo, algo dentro de ella se encogió. No esperaba ternura. Pero tampoco ese vacío.

Se levantó con torpeza, tanteando el suelo hasta encontrar su bastón. El contacto frío del metal en su palma fue como volver a la realidad. Fue al baño y se lavó con calma, como si pudiera borrar algo más que sudor y restos de deseo. Pero el agua no arrastraba la confusión. Ni la forma en que su cuerpo aún vibraba al recordarlo.

Media hora después, se vistió. No esperó servicio de transporte. Salió sola del hotel, ignorando los murmullos en la recepción, ignorando todo.

Solo quería irse.

***

La ciudad rugía a su alrededor, pero en su interior solo había silencio.

Cuando por fin llegó a casa, ignoró la voz de su tía, que preguntaba desde la cocina si todo estaba bien. No contestó. Solo subió las escaleras lentamente, con el bastón golpeando los peldaños de madera como una marcha fúnebre.

Entró a su habitación y cerró la puerta.

No salió de allí en toda la semana.

Las cortinas permanecieron cerradas, aunque no pudiera ver. No quería oler el café. Ni escuchar la televisión. Ni sentir la vida afuera. El mundo era demasiado grande. Demasiado ruidoso. Demasiado confuso.

Dormía mucho. Soñaba poco.

Comía apenas lo justo.

Y cuando tocaba las sábanas, el recuerdo de Silas seguía allí, grabado como una quemadura invisible.

No lloró.

Pero cada noche, al abrazarse las piernas sobre la cama, sentía que algo dentro de ella había cambiado. No sabía si lo odiaba por lo que había hecho… o por lo que le había hecho sentir.

Porque, por más que intentara negarlo…

Lo había disfrutado.

Y eso era lo que más la asustaba.

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