Capítulo 2
Nora dio un paso tembloroso dentro de la habitación. El tintineo de un vaso al rozar el cristal fue lo primero que percibió. Luego, el leve crujido de una silla deslizándose. Un aroma a menta llenaba el aire, fresco, pero engañoso; porque detrás se ocultaba algo más: un fondo oscuro, amaderado, casi carnal. Como el perfume de un desconocido peligroso que no sabía si debía tranquilizarla… o temerle. —Llegaste —dijo una voz desde la penumbra—. Desvístete. Nora se detuvo en seco. La voz era grave, baja, rasposa… como una caricia hecha de humo que le recorrió la espalda sin tocarla. Su piel se erizó. —¿E-eres… el señor Wyckham? —preguntó, la voz temblando como una vela en mitad de una corriente. —Esta noche puedes llamarme señor… o amo —respondió él, acercándose con pasos lentos, deliberados, casi perezosos— como prefieras. —Yo… —intentó decir algo, pero la garganta se le cerró. Desde el fondo de la habitación, escuchó una risa ronca, breve, cargada de ironía. ¿Se burlaba de ella? Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que él debía poder oírlo. Permaneció inmóvil, con el bastón aún en la mano, como si aferrarse a él fuera la única forma de mantenerse de pie. —¿Quieres una copa? —preguntó él con naturalidad. El sonido del licor deslizándose dentro del vaso la hizo tragar saliva—. Estás tensa. No me gustan tensas —luego tosió un poco. Esta enfermedad lo arrastraba a la muerte y por eso su familia le mandaba chicas para tener un heredero, pero Nora era diferente. La había escogido él mismo. Ella negó con la cabeza, algo ansiosa y nerviosa. Su ceguera le pesaba hoy más que nunca, quería ver a quien pertenecía esa voz tan magnética. —No, gracias —murmuró. Sintió cómo se acercaba a ella sus sentidos más sensibles que nunca. No la tocó, pero su presencia era tan intensa que el aire parecía pesar más. El aliento cálido de él rozó su oreja. —Estás temblando —susurró con voz distraída, casi aburrida—. Un trago no te vendría mal. Se fijó en el bastón que usan los ciegos y sus pupilas se dilataron al notar que era ciega. Porfirio no le había dicho nada y cuando su asistente trajo su expediente no se tomó la molestia de leerlo, solo vio su foto y eso selló el trato. —Es… la primera vez que estoy en un lugar así —dijo ella, apenas audible, como si confesara un secreto. Él la observaba en silencio. Como un depredador que no necesitaba moverse para dominar. Curioso, pero sin apuro. Calculador. Había algo en ella que no coincidía con las mujeres que solían enviárselo. Algo que aún no decidía si le molestaba o le intrigaba. —No eres como las otras que mandan —murmuró finalmente, más para sí que para ella. —¿Otras qué mandan? —repitió ella, confundida. "¿Había más chicas como yo?" piensa desconcertada. Él no respondió. Solo se acercó más, con un movimiento tan suave que apenas lo sintió, hasta que sus dedos rozaron su muñeca. La tocó con una delicadeza inesperada, como si midiera su resistencia, y guió su mano hasta el respaldo de un sillón. —No te dijeron para qué estás aquí, ¿verdad? El silencio cayó de golpe, espeso, y Nora tragó saliva. Ella negó con la cabeza. —Vienes aquí a pagar una deuda de tu familia —dijo él sin rodeos, con una calma afilada—. Eres la hija del deudor, así que lo lógico es que pagues. ¿eres Ariana no? Le hacía preguntas erróneas para ver su respuesta. Nora bajó la mirada. Quiso decir que no era hija de Porfirio, sino su sobrina, que no tenía nada que ver con los negocios sucios de su tío… pero no lo vio necesario. A esas alturas, explicarlo parecía inútil. Y, quizás, peligroso. Así que ni asintió ni negó nada, solo lo miró a través de sus pestañas largas. Silas la observó en silencio, como si ya supiera lo que ella no decía, ella no era Ariana, él había visto la foto de la hija de Porfirio y no era ni remotamente tan hermosa como la joven frente a él, de cabello tan oscuro como las alas de un cuervo, ojos verdes como gemas, un cuerpo pequeño y discreto, cintura pequeña y aunque no lo esperaba pechos grandes y trasero respingón, la chica le causó mucha curiosidad y no la hecho como a las otras mujeres. —Ve al baño —ordenó, sin alzar la voz—. Date una ducha minuciosa… y espera en la cama. Sin ropa. No había amenaza en su tono, pero su autoridad era incuestionable. Nora asintió, casi sin darse cuenta. El bastón en su mano se sentía aún más pesado, como si de pronto fuera parte de otra vida. Se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta del baño, guiada por la memoria del espacio, contando los pasos, sintiendo el temblor de sus manos subirle por los brazos como una corriente eléctrica. Cuando cerró la puerta detrás de sí, se permitió soltar un suspiro tembloroso. El silencio al otro lado parecía tan denso como la mirada de él. Se quitó la ropa lentamente, como si cada prenda pesara el doble. El vapor caliente de la ducha llenó el pequeño baño, envolviéndola en una falsa sensación de seguridad. Se lavó con esmero. Cada rincón. Cada curva. Como si pudiera limpiar no solo la piel, sino el miedo. Cuando volvió a la habitación, envuelta en una toalla, dudó unos segundos frente a la cama. El aire olía distinto. Más intenso. Más a él. Y aunque no lo oía, sabía que la estaba observando. En alguna parte de la oscuridad, él la veía. Soltó la toalla. Y se acostó. Sin ropa. Las manos seguían temblando. Silas se acercó a la cama con pasos lentos, midiendo cada movimiento como un depredador que ya ha saboreado la victoria. En la penumbra, su mirada se deslizó por el cuerpo desnudo que yacía entre las sábanas. Su aliento se detuvo un instante. Los Redstone no habían mentido. No solo era hermosa, sino también virgen. La chica era preciosa. Cabello oscuro derramado como tinta sobre la almohada, piel blanca como leche recién servida, y ese cuerpo… tan suave, tan dispuesto. Se le hizo agua la boca. Recordó las fotos que le mostraron. Dos imágenes. Él había estado a punto de romperles la cara por el atrevimiento, hasta que vio la segunda: una chica de mirada felina, ojos verdes encendidos, y labios que parecían suplicar ser mordidos. “La sobrina del bastardo de Porfirio Redstone”, le dijo. Y ahora, estaba frente a él. Real. Vulnerable. Hermosa. Se despojó de la ropa sin prisa. El leve crujido de la tela al deslizarse por su piel hizo que Nora contuviera el aliento. No podía verlo, pero cada sonido lo sentía como un golpe directo al pecho. Su corazón latía desbocado. Silas se inclinó sobre ella. No dijo una palabra. Solo dejó que sus dedos, firmes y expertos, rozaran la piel suave de su abdomen, apenas un toque. El cuerpo de Nora se arqueó de inmediato, como si una chispa hubiese atravesado su columna. —Mmm… sensible —murmuró junto a su oído, con un dejo de satisfacción oscura. Sus dedos subieron lentamente, bordeando las costillas, explorando sin pudor. Cada centímetro de su piel era un mapa nuevo que él deseaba reclamar. Su boca descendió hasta su cuello y lo besó con firmeza, dejando un rastro cálido. Nora soltó un suspiro entrecortado, un g*mido suave, casi temeroso… pero no se apartó. Silas lamió su clavícula, luego bajó hasta uno de sus pechos y lo atrapó con la boca, sin dulzura, sin prisa. Lo mordió, suave al principio, luego con más fuerza, probando sus límites. Sus dedos acariciaron el otro con presión medida, mientras sus caderas se acomodaban entre las de ella. Nora jadeó. Nunca nadie la había tocado así. Como si supiera exactamente dónde presionar, qué parte de su cuerpo le robaba el aliento. Sus muslos temblaban bajo él. —Tan receptiva… —murmuró, deslizando una mano por su vientre hasta encontrar su centro húmedo, caliente—. ¿Así de rápido, con solo tocarte? Nora se mordió el labio, avergonzada, pero no se atrevió a negar lo obvio. Silas sonrió contra su piel. Estaba fascinado. Su sumisión no venía de miedo, sino de algo más profundo. Como si entregarse fuera su única defensa. Y él… él iba a enseñarle que el placer podía ser un castigo delicioso. Se acomodó sobre ella y empujó apenas sus caderas. Su miembro rozó la entrada de su cuerpo, sin penetrarla aún. La hizo esperar. Temblar. —Quiero oírte rogar —susurró, dominante, su voz vibrando contra su oído—. Quiero que me digas que me quieres dentro. El calor del cuerpo de Silas era una presencia abrumadora sobre el suyo, y Nora sentía que cada segundo se estiraba como una cuerda tensa a punto de romperse. Su respiración era un temblor continuo, entrecortado, expectante. —Di las palabras —repitió él, más cerca, su voz como un roce de terciopelo oscuro—. Dímelo, Nora. Su nombre en su boca sonaba distinto. Como una orden. Como una promesa, ella ni siquiera notó que había dicho su nombre y no el de su prima, Ariana. Ella tragó saliva, los labios secos, las manos crispadas sobre las sábanas. —Q-quiero… quiero que me t-tomes —susurró con esfuerzo, el rubor subiéndole desde el pecho hasta las mejillas—. Quiero se-sentirte dentro. Silas soltó una risa baja, gutural, satisfecho. —Así me gusta —murmuró.