La máscara de esposa resignada se había vuelto tan cómoda que a veces temía que se me hubiera fundido con la piel. Saludaba a Marko con una sonrisa cansada, participaba en conversaciones banales sobre el clima o la cena, y siempre, siempre, mantenía los ojos vacíos de cualquier destello de la rabia que me consumía por dentro. Era una actriz en una obra macabra, y mi actuación había sido recompensada con migajas de una falsa normalidad que yo usaba como moneda de cambio para mi guerra secreta.
Una tarde, durante una de sus visitas, Marko soltó la noticia con la misma naturalidad con la que comentaría un cambio de mobiliario.
"He reorganizado algunos aspectos de la operación," dijo, pasando las páginas de un informe mientras yo bordaba un pañuelo—otra actividad "terapéutica" que había adoptado. "Tomás ha demostrado una lealtad y una frialdad admirables. Es un administrador eficiente. A partir de ahora, supervisará la logística de este sector, incluida tu… seguridad."
La aguja se detuvo