Volví a leer el mensaje fijado arriba del chat como si fuera una estampita contra la ansiedad: “Podría haber otra cosa. Te aviso. No vayas sola.” Era de Tomás. En el sistema de gestión, la solicitud seguía con el mismo sello tibio: en análisis. Una semana entera aguardando una sola palabra —reapertura— puede estirarse como chicle en la boca del hospital.
Abrí la carpeta encriptada. Las cuatro fotos seguían donde las dejé, quietas, pero con ese brillo de cosas que, si las miras mucho, empiezan a hablar. La captura del historial de accesos al expediente de Arturo; el registro de reanimación con la firma de otro médico; el inventario con faltantes y ajustes tres días después; y aquella imagen borrosa donde se leía “traslado diferido” de un paciente que no era Arturo. No eran pruebas formales; eran sospechas con cuerpo.
Decidí que, si iba a abrir la microSD, sería en la máquina vieja, fuera de la red, con teclado de museo. Esa tarde, en mi departamento, cerré la puerta con dos vueltas y l