El regreso a casa fue silencioso.
No hubo celebraciones, ni brindis, ni palabras de alivio. Solo miradas que evitaban la suya, como si todos supieran que, aunque había salvado vidas, había algo en Isabella que ya no podía salvarse a sí misma.
En la mansión, todo estaba en su lugar, como si el mundo no hubiera ardido mientras ella estaba en Sicilia. Pero Isabella lo sentía. Cada rincón tenía un eco distinto. Más agudo. Más lejano.
Dante la esperaba en la habitación. De pie. Sin moverse.
—¿Lo lograste?
—Sí. La familia de Giulia está a salvo. Falieri está en manos de nuestros hombres.
Dante asintió. Pero sus ojos preguntaban más.
—¿Y tú? —añadió—. ¿Estás a salvo?
Isabella no respondió de inmediato. Se sentó al borde de la cama. Se quitó los guantes. Respiró hondo.
—No lo sé.
Él se acercó. Le tomó una mano. Notó los nudillos marcados, una pequeña cortada en la palma, el temblor escondido.
—Estás cambiando, Isabella.
Ella lo miró, cansada.
—Todos cambiamos cuando nos obligan a ser dioses…