El viento en Sicilia era distinto.
Más pesado. Más denso. Como si la isla supiera que lo que se jugaba en sus tierras no era una simple operación, sino una deuda de sangre. Isabella lo sintió apenas bajó del helicóptero encubierto. Sus botas pisaron suelo firme con decisión. Francesca ya estaba allí. Armó la operación en cuarenta y ocho horas, silenciosa como una sombra entrenada.
—La casa está en la costa, cerca del faro abandonado —informó—. Tienen a la hermana de Giulia y a sus sobrinos en el sótano. Dos guardias visibles. Seis más ocultos en el perímetro. Y alguien más… alguien que da órdenes.
—¿Marco Falieri?
—Probablemente. Pero no lo hemos visto. Solo escuchado su voz en las comunicaciones interceptadas.
Isabella no respondió. Observó el mar unos segundos. El rugido de las olas le recordaba la rabia que intentaba contener desde hace días. No por Giulia, ni siquiera por su propia seguridad. Era la sensación de haber confiado. De haber creído que lo había visto todo… y no fue así