Mis dedos se movían mecánicamente, doblando ropa, sin pensar, como si aquel acto pudiera distraerme del peso en mi pecho. Cada movimiento era un intento inútil de llenar el vacío que la celda había dejado en mi alma.
De pronto, sentí un movimiento a mi lado. Levanté la vista y allí estaba ella. La Gata. La presa que todos temían en el penal. Su presencia era como un golpe directo al estómago, un recordatorio de que incluso aquí podía encontrarse alguien capaz de leerme como un libro abierto.
—Si vienes a matarme… hazlo ya —dije, con un hilo de voz, mientras la miraba fijamente, midiendo sus intenciones—. No tengo nada, ni defensa, ni esperanza.
La Gata se detuvo unos segundos, con esa calma calculadora que la hacía temible, y luego inclinó la cabeza con suavidad, una sonrisa irónica curvando sus labios.
—No vengo a matarte —dijo, su voz firme y controlada—. Vengo a oír tu historia. Te he visto llorar, sufrir… todo este tiempo. Quiero saber por qué.
Suspiré, dejando que mis manos se so