Una condena

El aire dentro de la celda olía a humedad y desesperación. Apenas había dormido, aunque con suerte había podido cerrar los ojos un par de horas entre las pesadillas. Cada sonido, cada paso de los guardias en el pasillo, me recordaba que estaba atrapada, pero hoy era más que eso: hoy comenzaba el segundo día del juicio.

Cuando golpearon la puerta, supe quién era antes de abrir. Daniel.

Su presencia me dio un instante de alivio, como un soplo de aire fresco en medio del túnel oscuro. Me abrazó sin preguntar, y pude sentir su calidez atravesando la piel, alcanzando mi corazón roto.

—Isabela… —dijo con voz baja, apenas audible—. Estoy aquí. No estás sola.

Le apreté el brazo con fuerza, como si soltándolo me desvaneciera.

—Daniel… gracias —susurré, con los ojos llenos de lágrimas que no quería soltar.

—Te creo —continuó él—. Todo lo que dijeron es falso. Has hecho lo correcto. Y tu madre… y tu niña… están a salvo.

Mi pecho se cerró al escuchar esas palabras. La voz se me quebró.

—¿Cómo… có
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