La terraza se volvió un cementerio de sonidos. El murmullo del restaurante desapareció, las risas se apagaron, el aire quedó suspendido en mi garganta. Manuel me miraba como si hubiera visto un fantasma, con los ojos desorbitados, la copa de vino aún en la mano. Yo estaba de pie frente a él, clavada al suelo, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a estallar.
—¿Qué… qué haces aquí? —balbuceó, poniéndose de pie de inmediato.
—¿Qué hago aquí? —mi voz salió rasgada, temblorosa, pero firme—. Manuel, llevo cinco años preguntándome qué hago contigo. Y creo que esta es la respuesta.
La mujer que estaba con él —cabello castaño, labios rojos perfectos— me observaba con una mezcla de incomodidad y superioridad. Ni siquiera intentó ocultar la mano que aún descansaba sobre la mesa.
—Yo puedo explicarlo… —empezó Manuel, dando un paso hacia mí.
Retrocedí. Levanté la mano como si su sola cercanía me quemara.
—No te acerques. Ni un paso más.
La rabia contenida me hacía vibrar, pero debajo de ella había un océano de dolor que me estaba tragando viva.
—Amor… —dijo él, bajando la voz como si con esa palabra pudiera salvarse.
—No me llames así —lo corté—. No después de besar a otra mujer.
El silencio se volvió insoportable. Sentía los ojos de todos en la terraza clavados en nosotros. Manuel miró alrededor, incómodo, y luego volvió a enfocarse en mí.
—Podemos hablar en casa. Aquí no.
—¿En casa? —reí con amargura—. ¿Quieres que nos vayamos a casa, como si nada pasara, como si no te hubiera visto con ella?
La mujer intervino, con un tono molesto.
—Creo que debería irme…
—Sí, creo que deberías —le solté, sin apartarle la vista de encima—. Ya tu papel en esta escena quedó claro.
Ella se levantó despacio, recogió su bolso y se fue sin mirar atrás.
Manuel intentó tomarme de la mano, pero yo lo aparté con brusquedad.
—No me toques.
—Déjame explicarte, por favor.
—Explícame aquí, ahora. —Mi voz salió más alta de lo que esperaba—. Cinco años, Manuel. Cinco años creyendo en ti, confiando en ti, amándote. ¿Y me pagas así?
Él me miraba como un niño atrapado en una mentira.
—Fue un error…
—¿Un error? —sentí que las lágrimas me quemaban los ojos—. ¿Besar a otra mujer es un error? ¿O salir con ella a cenar en nuestro aniversario?
Él guardó silencio. La rabia me llenó de una valentía que no sabía que tenía.
—Me mentiste. Me llamaste diciendo que estabas en una emergencia, y en lugar de eso estabas aquí, con ella. ¿Cuántas veces, Manuel? ¿Cuántas veces lo has hecho?
—Solo fue esta vez, te lo juro.
—¡No te creo! —grité, y varias personas giraron la cabeza hacia nosotros.
Daniel, que me había acompañado, apareció a mi lado.
—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó en voz baja.
Negué con la cabeza.
—No. Todavía no.
Miré a Manuel.
—¿Sabes qué es lo peor? Que yo te amaba. Te amaba con todo lo que soy. Y ahora… ahora no sé ni quién eres.
Él dio un paso más.
—Por favor, dame la oportunidad de explicarte.
—Ya lo hiciste todo claro con esa foto —respondí, dándome la vuelta.
Bajé las escaleras del restaurante con pasos firmes, aunque por dentro sentía que me estaba desmoronando. Daniel me siguió en silencio. Afuera, el aire nocturno me golpeó como un puñetazo en el pecho.
—¿Quieres que te lleve a tu casa? —preguntó él.
Asentí. No tenía fuerzas para hablar.
El camino de regreso fue un silencio largo, solo interrumpido por mi respiración agitada y las lágrimas que se me escapaban sin control. Cuando llegamos al edificio, Daniel detuvo el coche.
—¿Quieres que suba contigo? —preguntó con cuidado.
—No… gracias. Necesito estar sola.
Él dudó, pero al final asintió.
—Si necesitas algo, lo que sea, llámame.
Le agradecí con un gesto y bajé del coche. Subí al apartamento como un fantasma, sin sentir las piernas. Cuando cerré la puerta detrás de mí, el llanto salió en un torrente imparable.
Me dejé caer en el suelo de la sala, abrazando mis rodillas, gimiendo como si me arrancaran el alma.
No sé cuánto tiempo pasó así, hasta que escuché el timbre.
Me levanté tambaleando y miré por la mirilla.
Era Manuel.
El corazón me dio un vuelco. Dudé en abrir, pero él insistió, tocando más fuerte.
—Por favor, amor, ábreme.
Negué con la cabeza. Pero mis manos actuaron solas, girando la cerradura.
Él entró de golpe, con la cara desencajada.
—Déjame explicarte, por favor.
—No hay nada que explicar. Lo vi con mis propios ojos.
Se acercó, desesperado.
—Te juro que no significa nada. Fue una tontería, un error. Ella… ella insistió en verme. Yo no… yo no quería.
—¿Y por eso la besaste? —le espeté, con la voz quebrada—. ¿Por compasión?
—No, yo… —se pasó las manos por el cabello, nervioso—. No pensé. Estaba confundido, cansado…
—¡Basta! —lo interrumpí, con lágrimas corriendo por mis mejillas—. No busques excusas.
Él intentó tocarme el rostro, pero retrocedí.
—Manuel, me destrozaste. Hoy era nuestro aniversario. Y tú estabas con ella.
—Lo sé, lo sé… y no sabes cuánto me arrepiento.
—¿Arrepentido porque te descubrí? —pregunté con amargura.
Él guardó silencio. Esa falta de respuesta fue más dolorosa que cualquier palabra.
—Te di cinco años de mi vida —continué—. Cinco años de amor, de lealtad, de sueños compartidos. ¿Y me lo pagas así?
—No quiero perderte —dijo con voz quebrada—. Eres lo mejor que me ha pasado.
—Entonces ¿por qué lo hiciste?
—No lo sé. Fue estúpido, lo sé. Pero te amo, te lo juro.
—El amor no se demuestra así.
Se sentó en el sofá, con la cabeza entre las manos. Yo me quedé de pie, temblando. El silencio nos envolvió, solo roto por mis sollozos.
Al cabo de un rato, él se levantó y me miró suplicante.
—Dame otra oportunidad. Te lo demostraré, cambiaré lo que sea necesario.
Lo miré a los ojos, buscando al hombre que había amado. Pero lo único que encontré fue un extraño.
Mi voz salió tan baja que parecía un susurro:
—Manuel… estoy embarazada.
Él se quedó congelado, como si hubiera recibido un golpe.
—¿Qué… qué dijiste?
—Que estoy embarazada —repetí, más firme, aunque las lágrimas me nublaban la vista—. Y ni siquiera eso te detuvo.
Él abrió y cerró la boca varias veces, sin palabras.
—Yo… yo no lo sabía.
—Claro que no lo sabías. Porque nunca preguntaste cómo estaba. Nunca miraste más allá de tus problemas.
Se pasó las manos por la cara, temblando.
—Dios… yo… yo no puedo perderte. No ahora.
—Ya me perdiste —susurré, sintiendo cómo esa frase me rompía por dentro—. Y no me voy a dejar arrastrar contigo.
Él intentó acercarse, pero levanté la mano.
—No me toques. No quiero que uses esto para atarme. El hijo que espero merece una madre que se respete y un padre que sea honesto.
El silencio que siguió fue como un abismo. Por primera vez, Manuel bajó la mirada.
—Isabela… por favor…
Negué con la cabeza.
—Vete.
Él dio un paso atrás, derrotado. Antes de salir, me miró.
—Te amo. Y amo a ese bebé.
—No digas palabras que no sabes sostener —le respondí, sin mirarlo.
La puerta se cerró. Me quedé sola en medio de la sala, con una mano sobre mi vientre. El dolor era insoportable, pero debajo de todo, en algún rincón profundo, una chispa de fuerza empezaba a encenderse. No sabía de dónde salía, ni a dónde me llevaría. Pero estaba ahí.
Esa chispa, sin yo saberlo, pronto me empujaría hacia alguien que ya había puesto los ojos en mí desde hacía mucho más tiempo del que imaginaba.