Un desconocido

Había pasado un mes desde la traición. Treinta días, setecientas veinte horas, incontables minutos en los que mi mente se repetía, una y otra vez, la imagen de Manuel besando a otra mujer. Yo trataba de convencerme de que debía seguir adelante, de que mi vida no podía detenerse, pero la verdad era otra: estaba hecha un desastre. Y ahora, con algo más dentro de mí, un secreto que aún no había compartido con nadie, la sensación de fragilidad se multiplicaba.

Dormía poco, comía menos. Mis compañeros en el hospital lo notaban, aunque nadie se atrevía a decir nada directamente. Caminaba por los pasillos como un fantasma, con la mirada perdida, con la sensación de que en cualquier momento las lágrimas volverían a traicionarme. Y aunque la vida me pedía que me cuidara, el peso que llevaba en mi vientre me recordaba que ya no estaba sola, que mis decisiones afectaban a otro ser.

Manuel, en cambio, parecía más presente que nunca. Había cambiado su turno, lo había alineado con el mío, y eso me tenía completamente desestabilizada. Lo veía a todas horas, en la sala de emergencias, en los pasillos, en las reuniones, siempre buscándome con esos ojos llenos de arrepentimiento. Su insistencia era agotadora. Yo quería ignorarlo, quería mantenerme firme, pero él no se rendía. Y yo… yo sentía que esa determinación me hacía tambalear, aunque sabía que no podía ceder.

Esa tarde estábamos en la cafetería, comiendo con los demás. El murmullo de las charlas llenaba el ambiente. Las bandejas chocaban, las cucharas tintineaban contra los platos. Yo apenas tocaba la comida frente a mí; el arroz se enfriaba, la carne me resultaba insípida. Me limité a mover los trozos de un lado a otro con el tenedor, notando cómo mi estómago se revolvía más por el estrés que por hambre.

Daniel estaba sentado frente a mí, con su bandeja ya medio vacía. Él lo sabía todo. Había sido testigo de mi dolor y de la escena en el restaurante. Y, aunque no lo decía, se notaba en su mirada que despreciaba a Manuel. Incluso hoy, Daniel parecía preocupado por algo más, como si intuyera el secreto que aún no me atrevía a revelar.

—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja, con un dejo de preocupación.

Alcé la vista y traté de sonreír, aunque no me salía natural.

—Sí, claro. Estoy bien.

Daniel frunció el ceño.

—No lo parece.

Antes de que pudiera responder, un murmullo recorrió la cafetería, seguido de aplausos. Me giré y lo vi. Manuel estaba entrando con un ramo de rosas rojas en las manos. Su figura ocupó todo mi campo de visión, como si los demás hubieran desaparecido. La rabia, el dolor y una chispa de confusión se entremezclaban dentro de mí. Y aquel secreto… la nueva vida que crecía en mí, me hacía sentir más vulnerable y más furiosa a la vez.

—No… —susurré, apretando los labios.

Él caminó hacia mí con decisión, como si nada lo detuviera. Todos lo miraban, sonriendo, como si fuera una escena romántica sacada de una película barata. Yo respiré hondo, intentando no romperme allí mismo, intentando ignorar el nudo en mi estómago que no tenía nada que ver con el hambre.

Se detuvo frente a mi mesa y me extendió el ramo.

—Son para ti.

El silencio en la cafetería era denso. Yo lo miré, primero a los ojos, luego a las flores, pero no moví un dedo. No podía. Cada latido de mi corazón parecía retumbar en mis oídos. La rabia y la decepción luchaban con el instinto de proteger la vida que llevaba dentro.

Daniel se levantó de su asiento con un gesto firme.

—Ya basta, Manuel. No le hagas esto aquí, delante de todos.

—Solo quiero una oportunidad para demostrarle que la amo —respondió él, sin apartar la vista de mí.

Yo tragué saliva, sentí que el aire me faltaba. Me levanté despacio, empujando la silla hacia atrás.

—Déjame en paz, Manuel. —Mi voz salió más fuerte de lo que esperaba—. Te lo he dicho mil veces: déjame en paz.

Los aplausos y las risas se apagaron. Un silencio incómodo se extendió por todo el lugar. Dejé las flores en el aire, sin tocarlas, y salí del cafetín sin mirar atrás. La sensación de vacío me envolvía y algo más se agitaba dentro de mí: debía enfrentar la verdad sobre lo que llevaba en mi vientre. Y sabía que tarde o temprano tendría que decírselo a alguien… quizá hoy.

Los pasos de Manuel me siguieron inmediatamente.

—Espera, por favor.

Aceleré el paso por el pasillo, pero él era rápido. Me alcanzó y me sujetó la mano con desesperación.

—Dame una oportunidad. Solo una.

—Estoy cansada, Manuel —dije, con la voz quebrada—. Cansada de llorar, de esperar, de sufrir.

—He cambiado, lo juro. Estoy intentando demostrarte que me importas.

—Ya no sirve de nada —respondí, tirando de mi mano, pero su agarre era fuerte.

Fue entonces cuando lo vi.

Un hombre alto entraba por la puerta principal del hospital. Su sola presencia hizo que el ambiente cambiara. Caminaba con una seguridad que rozaba la arrogancia, cada movimiento calculado, como si el mundo entero estuviera diseñado para abrirle paso. Vestía un traje oscuro impecable que resaltaba su porte elegante.

Pero lo que más me impactó fueron sus ojos: grises, profundos, penetrantes. Cuando su mirada se cruzó con la mía, sentí que el tiempo se detenía. Una corriente helada me recorrió la espalda, y al mismo tiempo un calor extraño me invadió el pecho. Sentí cómo un escalofrío recorría mi cuerpo, y por un instante, la rabia contra Manuel se mezcló con una curiosidad y una atracción que no podía ignorar.

Su perfume llegó a mí segundos después: intenso, masculino, embriagador. Todo mi cuerpo reaccionó, como si hubiera estado esperándolo sin saberlo. Mi mente se nubló, y por un momento, me olvidé de Manuel y de todo lo demás.

Manuel apretó más mi mano, reclamando mi atención.

—Mírame a mí. No a él. Yo soy el que te ama, el que merece estar contigo.

Yo ya no podía escuchar. Mis ojos estaban fijos en ese desconocido que avanzaba con paso firme por el pasillo. Y allí, mientras Daniel observaba desde atrás, supe que debía decir algo importante. Respiré hondo y, con un hilo de voz, dije:

—Daniel… estoy embarazada.

Él me miró, con los ojos abiertos, sorprendido. Su mano tembló ligeramente sobre la bandeja.

—¿Qué… qué dijiste? —preguntó con incredulidad, y yo asentí levemente—. ¿De Manuel?

Asentí otra vez, aunque mi corazón latía a mil. Todo se sentía aún más caótico, más doloroso, pero había liberación en decirlo en voz alta, en dejar que alguien supiera la verdad.

Manuel parpadeó, como si esa confesión lo golpeara. Su expresión cambió de suplicante a confusa, y sentí un vacío enorme en mi pecho.

Sin pensarlo, me solté de su mano. Corrí hacia el desconocido. Él frunció el ceño al verme acercarme, sorprendido. Sin darle tiempo a reaccionar, me lancé a su encuentro, tomé su rostro entre mis manos y lo besé.

Al principio fue como besar una estatua: rígido, inmóvil. El tiempo se congeló en ese instante de locura. Sentí la mirada de todos sobre mí, el murmullo creciente detrás, la confusión en el rostro de Manuel. Pero entonces, sus manos grandes y firmes se posaron en mi cintura, atrayéndome hacia él con una fuerza devastadora. Su boca, primero incrédula, después segura, respondió a mi beso con intensidad.

Era un beso que no esperaba, un choque de mundos, un instante en el que todo el dolor y la incertidumbre se mezclaban con una adrenalina que me hacía temblar.

Cuando finalmente nos separamos, sus ojos grises permanecieron fijos en mí, inquisitivos, peligrosos. Yo temblaba. Manuel, a unos metros, nos miraba con el rostro desencajado, como si el suelo se abriera bajo sus pies.

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