No sabía cuánto tiempo llevaba sentada allí, en la sala de espera del hospital.
El reloj de la pared marcaba las tres y veinte de la tarde, pero para mí el tiempo no existía.
Solo el sonido del aire acondicionado, el murmullo de los pasillos y mi propio corazón golpeando como un tambor dentro del pecho.
Tenía los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas.
No había comido nada en todo el día.
De hecho, ni siquiera recordaba haber bebido agua.
Mi estómago estaba vacío, y no por falta de tiempo… sino de hambre.
No podía tragar nada con el nudo que tenía en la garganta.
“Entre la espada y la pared”, pensé.
Así me sentía.
Entre el deber y el miedo, entre Lorenzo y mi hijo.
Y aunque todo dentro de mí gritaba que debía huir, mi cuerpo seguía ahí, inmóvil, resignado, en un asiento de cuero frío y una vida que ya no me pertenecía.
—¿Isabela? —una voz familiar me sacó de mis pensamientos.
Levanté la mirada. Era Daniel, mi colega, con su bata blanca impecable y ese aire amable que