Habían pasado apenas unas horas desde que regresé a casa. La guardia en el hospital había sido larga, una de esas que te drenan hasta el alma. Pero, finalmente, había terminado.
Me quité la bata blanca y la dejé caer sobre la cama. El silencio del apartamento me envolvió, solo interrumpido por el golpeteo del reloj en la pared. Caminé hasta el armario y empecé a guardar todas las cosas que me recordaban a Manuel. No quería nada de él. Ni una camisa, ni un perfume, ni una carta.
—Basta —susurré para mí misma, mientras cerraba una caja con cinta adhesiva—. No más pasado.
Empujé la caja hacia un rincón y respiré profundo. Esa sería la última vez que su nombre ocupaba espacio en mi cabeza. A partir de hoy, empezaría de cero.
Me senté en la cama y, por un momento, dejé que la realidad me pesara. Era raro pensar que había amado tanto a alguien y que, al final, lo único que me había quedado era cansancio y decepción.
El teléfono vibró sobre la mesita de noche.
Lo tomé con desgano, esperando