No tenía idea de qué esperar al llegar.
La notificación había sido breve, casi autoritaria: “Sala de juntas, nivel ejecutivo. 10:00 a.m.”
El mismo tono seco, impersonal y calculado que lo caracterizaba.
Subí los escalones de mármol con el corazón latiendo desbocado. Las puertas altas de cristal se abrieron con un sonido suave, revelando la amplia sala donde tantas veces lo había visto dominar reuniones con una precisión quirúrgica.
Pero esa mañana algo era distinto.
El ambiente olía a tensión.
Y en cuanto mis ojos se acostumbraron a la luz blanca del ventanal, lo vi.
Él estaba allí.
Mi pasado.
Mi error.
Mi ex esposo.
El doctor Manuel Cárdenas se encontraba sentado frente a la mesa de conferencias, con los brazos cruzados y una mirada que mezclaba desconcierto, rabia y algo parecido al dolor.
Por un instante, el aire me faltó.
—No… —susurré, sin poder moverme.
Y entonces lo vi a él.
Lorenzo Dimonte.
De pie junto a la cabecera de la mesa, impecable, con las mangas de su camisa blanca do