El regreso a Italia no fue triunfal ni silencioso. Fue real. Aterrizamos cuando el sol apenas despuntaba en el horizonte, como si el día también dudara de aparecer tras tanto caos.
El avión privado de Nikolay rodó por la pista sin prisa. Afuera, el aire tenía el aroma familiar de los campos abiertos. Era el mismo país, pero algo había cambiado.
Yo había cambiado.
Nadie habló durante el trayecto en coche hasta la finca. Los cuerpos cansados, las almas con cicatrices que aún no sangraban. Nikolay no soltaba mi mano. Apretaba suave, como si necesitara asegurarse de que todavía estaba ahí.
Cuando cruzamos la verja de la finca, sentí algo dentro de mí agitarse. Era como si el suelo me reconociera, como si supiera que volvía diferente.
La casa estaba intacta. La fachada blanca, los ventanales altos, la puerta de roble macizo. Pero dentro todo olía a nuevo. A una paz que no se sentía impostada. A un descanso ganado.
Entré sin esperar a nadie. Subí las escaleras. Pasé los dedos por la barandi