—Quiero salir esta noche —dije desde la puerta del despacho.
No me miró al principio. Solo pasó la página del libro que tenía en las manos, como si yo no hubiera hablado. Como si no importara. Como si fuera una niña pidiendo permiso para respirar.
—Una de mis amigas organiza una fiesta. Es en un sitio privado. No voy sola.
Silencio.
—¿Y para qué necesitas una fiesta?
Entrecerré los ojos.
—¿Para qué necesitas tú ese whisky cada noche?
Entonces sí me miró. Sus ojos grises eran como cuchillas húmedas. Quietas. Frías. Cortantes.
—¿Estás pidiéndome permiso o avisándome?
Tragué saliva.
—Estoy pidiéndolo —admití con un suspiro, odiando cada sílaba.
Él se levantó del sillón sin prisa. Caminó hasta mí, deteniéndose a escasos centímetros. Me sostuvo la mirada con esa intensidad que desarma y aprisiona a la vez.
—Puedes ir. Pero no bebas. No bailes con nadie. No desaparezcas de mi radar. Y me mandas la ubicación apenas llegues.
—¿Algo más? ¿Un chip en la nuca, tal vez?
—¿Tanto te molesta que me