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La oficina se había convertido en un campo minado. Cada esquina, cada pasillo, cada sala representaba un potencial encuentro con él. Y lo peor era que una parte de mí —esa parte traicionera que no respondía a la lógica— deseaba esos encuentros.

Llevaba tres horas intentando concentrarme en la presentación para los inversores japoneses. Tres horas mirando la misma diapositiva mientras mi mente divagaba hacia territorios peligrosos. Territorios donde sus ojos me estudiaban como si pudiera ver a través de mi ropa.

—Emma, necesito los informes del último trimestre —la voz de Claudia, mi compañera de departamento, me sobresaltó.

—Claro, están... —rebusqué entre la pila de documentos sobre mi escritorio—. Qué extraño, juraría que los tenía aquí.

—Seguramente están en el archivo. ¿Podrías buscarlos? Los necesito para dentro de una hora.

El archivo. El lugar más alejado y solitario de toda la planta. Perfecto.

Caminé por el pasillo principal intentando parecer ocupada, con la mirada fija en mi tablet mientras esquivaba personas. Todo iba bien hasta que, al doblar la esquina hacia el pasillo del archivo, choqué contra algo. No, contra alguien. Contra él.

—Señorita Vega —su voz grave envió una corriente eléctrica por mi columna—. ¿Siempre camina sin mirar por dónde va?

Levanté la vista. Mateo Herrera me observaba con esa expresión indescifrable que tanto me perturbaba. Traje impecable, cabello negro ligeramente despeinado, y esos ojos... esos malditos ojos que parecían desnudarme con cada parpadeo.

—Lo siento, señor Herrera. Estaba distraída.

—Evidentemente —respondió, y noté cómo su mirada bajaba brevemente hacia mis labios antes de volver a mis ojos—. ¿Hacia dónde se dirigía con tanta prisa?

—Al archivo. Necesito unos informes.

Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en su rostro.

—Qué coincidencia. También iba hacia allí.

El archivo era un espacio reducido, con estanterías metálicas que llegaban hasta el techo y apenas un metro y medio de separación entre ellas. El aire acondicionado funcionaba a media potencia, haciendo que el ambiente fuera ligeramente sofocante.

—¿Qué busca exactamente? —preguntó mientras cerraba la puerta tras nosotros.

El sonido del pestillo me puso en alerta. Estábamos solos, encerrados en un espacio minúsculo.

—Los informes financieros del último trimestre —respondí, intentando que mi voz sonara profesional.

—Pasillo tres, estantería superior —señaló con un gesto—. Yo buscaré en el pasillo cuatro.

Me dirigí hacia donde había indicado, agradecida por la distancia momentánea. Pero el archivo era tan pequeño que podía escuchar su respiración, percibir el aroma de su perfume mezclándose con el olor a papel y polvo.

La carpeta estaba demasiado alta. Me puse de puntillas, estirando el brazo todo lo posible, pero mis dedos apenas rozaban el borde.

—Permítame —su voz sonó justo detrás de mí, tan cerca que sentí su aliento en mi nuca.

Antes de que pudiera responder, su cuerpo se pegó al mío. Su pecho contra mi espalda, su brazo extendido junto al mío alcanzando la carpeta. El tiempo se detuvo. Sentí cada centímetro de su cuerpo presionando contra el mío, el calor que emanaba atravesando la tela de mi blusa.

—Aquí tiene —murmuró, pero no se apartó.

Mi respiración se volvió errática. Podía sentir su corazón latiendo contra mi espalda, acelerado, traicionando su aparente calma.

—Gracias —susurré, girándome lentamente.

Fue un error. Ahora estábamos frente a frente, atrapados entre la estantería y su cuerpo. Sus ojos descendieron nuevamente hacia mis labios, que se entreabrieron involuntariamente.

—Emma... —pronunció mi nombre como si fuera una palabra prohibida, una que le costaba contener.

Su mano se movió lentamente hasta posarse sobre la mía, que sostenía la carpeta. Un roce aparentemente casual, pero la intensidad de su mirada dejaba claro que nada entre nosotros era accidental.

—Deberíamos salir de aquí —dije, pero mi cuerpo me traicionó inclinándose ligeramente hacia él.

Su rostro descendió hacia el mío. Podía contar sus pestañas, notar la ligera cicatriz en su ceja izquierda, sentir su respiración mezclándose con la mía. Estábamos tan cerca que bastaba un movimiento, un simple impulso para...

El estridente sonido de la alarma contra incendios nos separó de golpe. Mateo se apartó como si le hubiera quemado, y yo me quedé apoyada contra la estantería, temblando.

—Simulacro mensual —dijo con voz ronca, pasándose una mano por el cabello—. Deberíamos ir con los demás.

Asentí, incapaz de articular palabra. Salimos del archivo manteniendo una distancia prudente, pero el daño ya estaba hecho. Mi cuerpo entero vibraba con una energía que creía olvidada, un hambre que había mantenido dormida durante años.

Mientras caminábamos hacia las escaleras de emergencia, rodeados de compañeros que seguían el protocolo del simulacro, sentí su mirada clavada en mi nuca. Y supe, con aterradora certeza, que lo que había comenzado en ese archivo no terminaría allí.

Lo peor no era desear algo prohibido. Lo peor era saber que él lo deseaba con la misma intensidad.

  

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