El edificio Blackwood se alzaba como una aguja de cristal y acero contra el cielo de Madrid, reflejando la luz del amanecer en sus ventanales tintados. Respiré hondo, aferrándome a mi carpeta de documentos mientras cruzaba las puertas giratorias. Mi primer día en Blackwood Enterprises, la oportunidad que necesitaba desesperadamente.
La recepcionista, una mujer de cabello rubio perfectamente recogido, me dirigió una sonrisa profesional.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
—Soy Emma Vega. Hoy es mi primer día como asistente ejecutiva.
Sus ojos se abrieron ligeramente, como si acabara de confesarle que iba a lanzarme desde la azotea.
—Oh, asistente del señor Blackwood. Entiendo. —Me entregó una tarjeta de acceso—. Planta 30. Suerte.
¿Suerte? ¿Por qué necesitaría suerte? La pregunta quedó flotando en mi mente mientras el ascensor subía. Treinta pisos. Treinta pisos para prepararme mentalmente. Repasé mi atuendo: falda lápiz negra, blusa blanca, tacones discretos. Profesional, sobria, adecuada. Nada que pudiera llamar la atención negativamente.
Las puertas se abrieron con un suave tintineo. Una mujer de unos cuarenta años, con gafas de montura gruesa y expresión severa, me esperaba.
—¿Emma Vega? Soy Claudia Herrera, jefa de Recursos Humanos. Sígueme, por favor.
Atravesamos un laberinto de cubículos y oficinas de cristal. Los empleados levantaban la vista a nuestro paso, algunos con curiosidad, otros con lo que parecía... ¿compasión?
—El señor Blackwood está en una videoconferencia. Te mostraré tu escritorio y te explicaré tus funciones básicas.
Mi espacio de trabajo era impecable: un escritorio minimalista frente a una imponente puerta de roble oscuro. La oficina del jefe.
—Tu predecesor duró tres semanas —comentó Claudia, ajustándose las gafas—. El anterior, cinco días. Antes de eso, tuvimos una chica que aguantó casi dos meses, un récord.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Tan terrible es?
—El señor Blackwood es... exigente. Brillante, pero implacable con la incompetencia. —Me entregó una tablet—. Aquí tienes el manual de procedimientos y sus... requisitos personales.
Deslicé el dedo por la pantalla, encontrándome con una lista interminable de normas: desde cómo preparar el café (negro, sin azúcar, a exactamente 85 grados) hasta el tipo de bolígrafos permitidos sobre mi escritorio (solo negros, marca específica).
—Esto parece...
—¿Excesivo? —Claudia esbozó una sonrisa tensa—. Bienvenida a Blackwood Enterprises.
La puerta de roble se abrió de golpe. Y entonces lo vi.
El hombre del ascensor.
El mismo que me había mirado como si fuera una intrusa en su territorio. Alto, imponente, con un traje gris marengo que parecía haber sido cosido directamente sobre su cuerpo. Su mandíbula, tensa y perfectamente afeitada, enmarcaba unos labios que ahora se curvaban en una sonrisa fría.
—Señorita Vega, supongo.
No era una pregunta. Sus ojos, de un azul tan intenso que resultaba casi violento, me recorrieron de arriba abajo en una evaluación descarada.
—Señor Blackwood. —Mi voz sonó más firme de lo que esperaba—. Es un placer conocerlo formalmente.
—¿Formalmente? —arqueó una ceja—. ¿Nos conocemos de algo?
Mentiroso. Recordaba perfectamente nuestro encuentro en el ascensor. Lo veía en la chispa de reconocimiento que bailaba en sus ojos.
—En el ascensor, ayer. Usted...
—Tengo cosas más importantes que recordar que caras en ascensores, señorita Vega. —Me interrumpió, cortante—. Claudia, ¿le has dado la lista?
—Sí, señor.
—Bien. —Se volvió hacia mí—. Regla número uno: puntualidad. Has llegado tres minutos tarde.
—La cita era a las 8:30, señor. Son las 8:28.
Sus ojos se estrecharon peligrosamente.
—En Blackwood Enterprises, "a tiempo" significa diez minutos antes. Regla número dos: no me contradigas. Nunca.
Sentí que la sangre me hervía, pero mantuve la compostura. Necesitaba este trabajo.
—Entendido, señor.
—Regla número tres, y quizás la más importante: nada de relaciones personales. Ni conmigo, ni con nadie en esta planta. Los sentimientos nublan el juicio y entorpecen la eficiencia. ¿Está claro?
Su mirada se detuvo en mis labios por una fracción de segundo. Tan breve que podría haberlo imaginado.
—Cristalino —respondí, sosteniendo su mirada.
—Perfecto. Café. Ahora.
Durante las siguientes horas, me convertí en la sombra de Alejandro Blackwood. Tomaba notas, organizaba archivos, respondía llamadas. Todo bajo su mirada escrutadora que parecía encontrar defectos en cada movimiento.
A media tarde, mientras le llevaba los informes que había solicitado, sucedió. Tropecé ligeramente con la esquina de la alfombra. El café que llevaba en la otra mano se tambaleó, derramando unas gotas sobre el inmaculado suelo de mármol.
Blackwood se levantó como un resorte.
—Regla número quince: no se derrama nada en mi oficina. Nada.
Se acercó, invadiendo mi espacio personal. Podía oler su aftershave, una mezcla de sándalo y algo más oscuro, más primitivo.
—Lo siento, ha sido un accidente —murmuré, hipnotizada por la proximidad.
—Los accidentes son errores disfrazados de mala suerte, señorita Vega. —Su voz bajó una octava, convirtiéndose casi en un susurro—. Y yo detesto los errores.
Estábamos tan cerca que podía sentir el calor emanando de su cuerpo. Sus ojos descendieron nuevamente a mis labios, esta vez sin disimulo.
—No volverá a ocurrir —prometí, con la respiración entrecortada.
—Asegúrate de ello. —Se apartó bruscamente—. Limpia eso y tráeme otro café. Uno que llegue a mi escritorio, no al suelo.
Mientras limpiaba las gotas derramadas, sentí una mezcla tóxica de emociones: indignación por su arrogancia, frustración por mi torpeza y, lo más perturbador, una inexplicable corriente eléctrica que había recorrido mi cuerpo cuando se acercó.
Lo odiaba. Odiaba su prepotencia, sus reglas absurdas, su manera de mirarme como si pudiera ver a través de mi ropa.
Pero más que nada, odiaba que una parte de mí —una parte que creía dormida desde hace mucho— había despertado bajo su mirada.
Y eso era más peligroso que cualquier café derramado.