Entre el Deseo y el Pecado
Entre el Deseo y el Pecado
Por: HARPER
1

El aire en el elevador se volvió denso, casi irrespirable. Diecisiete personas apretadas en un espacio diseñado para doce, y yo atrapada contra la pared metálica del fondo. Normalmente contaba los pisos para distraerme, pero esta vez algo me lo impedía. Una mirada.

La sentí antes de verla. Como un rayo láser que atravesaba el espacio entre los cuerpos y me alcanzaba con precisión quirúrgica. Levanté la vista instintivamente, como si me hubieran llamado por mi nombre.

Ojos grises. Fríos. Penetrantes. Pertenecían a un hombre alto, de traje impecable, que me observaba desde el otro extremo del elevador con una intensidad que me robó el aliento. No sonreía. No hacía falta. Su mirada era una conversación completa, un interrogatorio, una invasión.

Bajé la vista, pero el daño ya estaba hecho. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, despertando sensaciones que había enterrado hace tiempo. Sensaciones peligrosas.

Cuando las puertas se abrieron en el piso doce, salí prácticamente corriendo, sin mirar atrás, con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón. Me detuve en el pasillo, apoyándome contra la pared.

"Contrólate, Emma", me regañé en silencio. "Solo fue una mirada".

Pero sabía que no era cierto. Había sido mucho más.

***

Cinco años atrás, mi vida era diferente. Tenía dieciocho años, una madre que me adoraba y planes para la universidad. Vivíamos en un pequeño apartamento en las afueras de la ciudad, pero era nuestro refugio. Mamá trabajaba doble turno como enfermera para que yo pudiera estudiar sin preocupaciones.

"Tú solo concéntrate en tus sueños", me decía mientras preparaba café en nuestra diminuta cocina. "Yo me encargo del resto".

Nunca olvidaré aquella noche de octubre. La lluvia golpeaba contra las ventanas cuando sonó el teléfono. Una voz desconocida, palabras que se entrelazaban sin sentido: "accidente", "hospital", "lo sentimos mucho".

Llegué demasiado tarde. Su cuerpo, cubierto con una sábana blanca, ya no albergaba a la mujer que me había criado sola, que me había enseñado a ser fuerte, a no depender de nadie. Especialmente de ningún hombre.

"Los hombres vienen y van, Emma", solía decirme. "Pero tú siempre te tendrás a ti misma".

El funeral fue pequeño. Las deudas, enormes. El seguro apenas cubrió los gastos médicos y el entierro. A los pocos días, perdí también nuestro apartamento. La universidad se convirtió en un sueño lejano mientras buscaba trabajo para sobrevivir.

***

Ahora, a los veintitrés, mi vida era una rutina calculada al milímetro. Trabajaba como camarera por las mañanas, estudiaba administración por las tardes gracias a una beca parcial, y los fines de semana hacía trabajos freelance de diseño gráfico. Dormía cinco horas diarias en un estudio de treinta metros cuadrados que costaba casi todo mi sueldo.

No me quejaba. Había aprendido a vivir con poco, a no necesitar a nadie. Las relaciones eran complicaciones que no podía permitirme. Un par de amigas, algún chico ocasional que nunca llegaba a conocer mi apartamento. Nada serio, nada profundo.

La cicatriz que dejó la muerte de mi madre no se veía, pero estaba ahí, recordándome que el amor es temporal y el dolor, permanente.

Mi teléfono vibró mientras preparaba un café instantáneo en mi cocina minúscula. Número desconocido.

—¿Emma Vega? —preguntó una voz femenina al otro lado.

—Sí, soy yo.

—Le llamo de Grupo Herrera. Hemos recibido su solicitud para el puesto de asistente ejecutiva y nos gustaría concertar una entrevista.

Me quedé paralizada. Había enviado esa solicitud hace semanas, sin esperanzas reales. Grupo Herrera era una de las empresas más importantes del país. El salario triplicaba lo que ganaba actualmente.

—¿Señorita Vega? ¿Sigue ahí?

—Sí, disculpe. Por supuesto, estoy interesada.

—Perfecto. La entrevista sería mañana a las nueve. ¿Puede asistir?

Tendría que faltar al trabajo, probablemente me despedirían, pero...

—Allí estaré.

Después de colgar, me senté en mi pequeño sofá, intentando procesar lo que acababa de suceder. Una oportunidad así podría cambiarlo todo. Podría terminar mis estudios sin matarme trabajando, quizás incluso mudarme a un lugar mejor.

Esa noche, mientras planchaba mi única blusa decente, me hice una promesa: sin importar lo que pasara en esa entrevista, mantendría mi independencia. No dejaría que nadie —especialmente ningún hombre— tuviera poder sobre mí. Había sobrevivido sola hasta ahora y seguiría haciéndolo.

Pero mientras me dormía, aquellos ojos grises volvieron a mi mente. Intensos. Penetrantes. Como si pudieran ver a través de todas mis defensas.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo. No de fracasar, sino de encontrar algo que no estaba buscando.

Algo que podría destruir todo lo que había construido.

  

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