El reflejo en el espejo me devolvió una imagen que apenas reconocí. El vestido negro se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, con un escote que insinuaba sin mostrar demasiado. Había recogido mi cabello en un moño suelto, dejando que algunos mechones enmarcaran mi rostro. Por primera vez en mucho tiempo, me permití sentirme hermosa.
—Es solo una cena corporativa, Emma —me recordé en voz alta, intentando calmar los nervios que me atenazaban el estómago.
Pero sabía que mentía. No era "solo" una cena. Era la primera vez que coincidiría con Adrián Montero fuera del ambiente laboral, sin escritorios ni informes que nos separaran. Sin excusas.
El taxi me dejó frente al Hotel Majestic, donde Grupo Montero celebraba su aniversario número treinta. Respiré hondo antes de atravesar las puertas giratorias. El salón principal resplandecía con luces doradas y arreglos florales que parecían flotar en el aire. Meseros con bandejas de champán circulaban entre los invitados mientras la música de un cuarteto de cuerdas envolvía el ambiente.
Lo busqué con la mirada, casi por instinto. No tardé en encontrarlo.
Adrián destacaba entre la multitud como un depredador entre presas. Su traje negro, hecho a medida, resaltaba sus hombros anchos y su postura dominante. Conversaba con un grupo de hombres mayores, probablemente inversores, con esa sonrisa calculada que nunca llegaba a sus ojos. Hasta que me vio.
Nuestras miradas se encontraron a través del salón y el tiempo pareció detenerse. Su expresión cambió por un segundo —un destello de algo primitivo, hambriento— antes de volver a su máscara de control. Inclinó levemente la cabeza en mi dirección, un saludo casi imperceptible, y continuó su conversación.
Pero algo había cambiado. Lo sentía.
—¡Emma! Qué alegría verte fuera de esas cuatro paredes —la voz de Carolina, mi compañera de departamento, me sacó de mi trance—. Estás espectacular.
—Gracias —sonreí, agradecida por la distracción—. Tú también te ves increíble.
La noche avanzó entre conversaciones triviales y copas de champán. Intenté concentrarme en socializar, en conocer a mis compañeros fuera del ambiente laboral, pero era como si un imán invisible me obligara a buscarlo constantemente.
Cada vez que levantaba la vista, él me estaba mirando. A veces directamente, otras de reojo mientras fingía prestar atención a quien le hablaba. Un juego silencioso de miradas que encendía mi piel como si me tocara.
Durante la cena, el destino —o quizás la mano calculadora de alguien en recursos humanos— nos colocó en mesas separadas. Yo estaba con el equipo creativo, mientras él presidía la mesa principal junto a la junta directiva. La distancia no importaba. Podía sentir el peso de su mirada como una caricia física.
—¿Conoces a Javier Herrera? —me preguntó Carolina, señalando a un hombre atractivo de unos treinta años que se acercaba a nuestra mesa—. Es el nuevo director de marketing internacional.
Javier resultó ser encantador. Con un sentido del humor refrescante y una conversación inteligente, logró distraerme por primera vez en la noche. Me contó sobre sus viajes, sus proyectos anteriores, y me hizo reír con anécdotas de sus desastres culinarios.
—Entonces, ¿qué hace una mente brillante como tú en el departamento legal? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia mí—. Pareces más del tipo creativo.
—La vida da muchas vueltas —respondí con una sonrisa enigmática—. A veces terminamos donde menos esperamos.
—Y a veces es exactamente donde debemos estar —añadió, rozando "accidentalmente" mi mano al alcanzar su copa.
Fue en ese momento cuando sentí un escalofrío recorrer mi espalda. No necesité voltear para saber que Adrián nos observaba. La intensidad de su mirada quemaba como fuego helado.
Cuando finalmente me atreví a mirarlo, su expresión me dejó sin aliento. Ya no había frialdad calculada en sus ojos, sino una tormenta desatada. Sus nudillos estaban blancos alrededor de su copa, y su mandíbula tan tensa que parecía tallada en piedra.
Celos. Puros y primitivos.
La realización me golpeó con fuerza. El poderoso Adrián Montero, el hombre que controlaba cada aspecto de su vida con precisión milimétrica, estaba celoso. De mí. De un hombre que me hacía reír.
El resto de la velada se convirtió en una provocación silenciosa. Cada sonrisa que le dedicaba a Javier, cada risa compartida, cada contacto casual, era un dardo lanzado directamente al control de Adrián.
Era peligroso, lo sabía. Estaba jugando con fuego. Pero algo dentro de mí, algo salvaje y temerario que creía muerto desde hace años, despertó esa noche.
Cuando la cena terminó y la música dio paso al baile, me excusé para ir al tocador. Los pasillos del hotel estaban desiertos, iluminados por una luz tenue que creaba sombras alargadas. El sonido de mis tacones contra el mármol resonaba como un latido.
No me sorprendió escuchar otros pasos detrás de mí. Los esperaba.
—¿Te diviertes, Emma? —su voz, grave y controlada, me detuvo en seco.
Me giré lentamente. Adrián estaba a pocos pasos, su figura imponente bloqueando el pasillo. Avanzó hacia mí con la gracia contenida de un depredador, obligándome a retroceder hasta que mi espalda tocó la pared.
—Mucho —respondí, alzando la barbilla en un gesto desafiante—. La compañía es... estimulante.
Sus ojos se oscurecieron. Colocó una mano en la pared junto a mi cabeza, acorralándome sin tocarme.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó, su voz apenas un susurro ronco.
—Socializar con mis compañeros —respondí, intentando que mi voz no traicionara el torbellino que sentía por dentro—. ¿No es eso lo que se espera en estos eventos?
—Sabes perfectamente a qué me refiero —se inclinó más, hasta que pude sentir su aliento cálido contra mi mejilla—. Herrera no te conviene.
Una risa incrédula escapó de mis labios.
—¿Y quién eres tú para decidir eso?
—Tu jefe —respondió con una sonrisa peligrosa—. Y alguien que ve mucho más de lo que crees.
Su mirada descendió hasta mis labios, y por un segundo, un glorioso y aterrador segundo, creí que iba a besarme. Mi cuerpo entero se tensó en anticipación.
Pero entonces recordé. Recordé a David, mi ex, y sus celos que comenzaron como algo "protector" y terminaron asfixiándome. Recordé la promesa que me hice a mí misma: nunca más permitiría que un hombre controlara mi vida.
—Pues entonces, como mi jefe, deberías recordar las políticas de la empresa sobre acoso —dije, deslizándome para escapar de su cerco—. Buenas noches, señor Montero.
Me alejé por el pasillo con pasos firmes, aunque por dentro temblaba. No miré atrás, pero podía sentir sus ojos clavados en mí, siguiendo cada movimiento.
Sabía que esto no había terminado. Lo que había comenzado esa noche era apenas el preludio de algo más grande, más peligroso.
Y lo peor era que, a pesar de todas mis promesas y advertencias internas, una parte de mí lo deseaba con desesperación.