# Capítulo 5 – La línea que no debo cruzar
Llevo tres días evitándolo como si fuera una enfermedad contagiosa. Tres días de excusas, de salir corriendo cuando lo veo al final del pasillo, de fingir llamadas urgentes cuando coincidimos en el ascensor. Tres días de cobardía disfrazada de profesionalidad.
La oficina se ha convertido en un campo minado donde cada esquina esconde el peligro de encontrármelo. Y lo peor es que él parece disfrutarlo. Lo noto en su mirada cuando me observa desde lejos, en esa media sonrisa que aparece en sus labios cuando me ve huir. Es como si estuviéramos jugando al gato y al ratón, y él supiera perfectamente que, tarde o temprano, me atrapará.
Esta mañana, mientras reviso unos documentos en mi escritorio, siento una presencia a mi espalda. No necesito girarme para saber quién es. Su perfume, esa mezcla de sándalo y algo indefinible que es puramente suyo, invade mi espacio personal antes que sus palabras.
—Emma, te necesito en mi oficina. Ahora.
Su voz es neutra, profesional, pero hay algo en la forma en que pronuncia mi nombre que hace que mi estómago se contraiga. Me giro lentamente, intentando mantener mi expresión impasible.
—Estoy terminando estos informes para Contabilidad. ¿Puede esperar media hora?
Adrián me mira fijamente, con esos ojos que parecen leer cada uno de mis pensamientos. Lleva un traje gris oscuro que resalta la anchura de sus hombros y una camisa blanca impecable. Parece recién salido de una revista de moda, y eso solo aumenta mi irritación.
—No, no puede esperar —responde, y hay un destello de algo peligroso en su mirada—. Tengo un nuevo proyecto y quiero que te encargues personalmente.
Suspiro, guardando los archivos en mi computadora.
—De acuerdo.
Lo sigo por el pasillo, consciente de las miradas curiosas de mis compañeros. Los rumores sobre nosotros ya deben estar circulando, aunque nadie se atreve a decir nada en voz alta. Adrián Vega es demasiado intimidante como para convertirse en tema de chismes de oficina... al menos en su presencia.
Su oficina es amplia, con ventanales que ofrecen una vista panorámica de la ciudad. La luz natural inunda el espacio, rebotando en los muebles minimalistas y las paredes blancas. Es un lugar que refleja perfectamente su personalidad: elegante, frío, impecable.
—Cierra la puerta —me ordena mientras se sienta tras su escritorio.
Dudo un segundo, pero obedezco. El suave clic de la puerta al cerrarse suena como una sentencia.
—¿De qué proyecto se trata? —pregunto, manteniéndome de pie, a una distancia prudente.
Adrián me estudia durante unos segundos que se hacen eternos.
—Siéntate, Emma. No voy a morderte... a menos que me lo pidas.
El calor sube a mis mejillas de inmediato. ¿Cómo se atreve?
—Prefiero mantener esto estrictamente profesional —respondo con toda la frialdad que puedo reunir.
Él sonríe, y es una sonrisa que no alcanza sus ojos.
—Como quieras. El proyecto es para Luxury Hotels. Quieren renovar toda su imagen corporativa y nos han elegido para hacerlo. Es un contrato millonario y necesito a mi mejor equipo en esto.
Me tiende una carpeta que contiene toda la información. Nuestros dedos se rozan cuando la tomo, y siento una descarga eléctrica que me recorre la columna vertebral. Retiro la mano demasiado rápido, y varios documentos caen al suelo.
—Lo siento —murmuro, agachándome para recogerlos.
Para mi sorpresa, él también se inclina. Estamos tan cerca que puedo ver las pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos, el tono exacto de verde grisáceo de su iris, la sombra de barba incipiente en su mandíbula. Por un momento, el tiempo se detiene.
—¿Por qué me estás evitando, Emma? —pregunta en voz baja, tan cerca que su aliento acaricia mi rostro.
—No sé de qué hablas —respondo, incorporándome rápidamente con los papeles en la mano.
Él también se levanta, pero no regresa a su silla. Se queda frente a mí, invadiendo mi espacio personal.
—Sabes perfectamente de qué hablo. Desde aquella noche en el ascensor, huyes de mí como si fuera la peste.
—Tengo mucho trabajo, eso es todo.
—Mentirosa.
La palabra cae entre nosotros como una piedra en un estanque, creando ondas de tensión que se expanden por toda la habitación.
—No tengo por qué escuchar esto —digo, dando un paso hacia la puerta—. Si no hay nada más que discutir sobre el proyecto...
Su mano me detiene, sujetando suavemente mi brazo.
—El proyecto requiere reuniones diarias. Tú y yo, solos, revisando cada detalle. ¿Crees que podrás manejarlo?
Hay un desafío en su voz que enciende algo dentro de mí. Algo peligroso.
—Por supuesto que puedo manejarlo. Soy profesional, aunque otros no lo sean.
Sus ojos se oscurecen.
—¿Estás cuestionando mi profesionalidad?
—Tómalo como quieras.
Durante las siguientes dos semanas, mi vida se convierte en un infierno exquisito. Cada tarde, a las seis en punto, nos encerramos en su oficina para trabajar en el proyecto de Luxury Hotels. Lo que debería ser una simple colaboración profesional se transforma en un juego de poder donde cada palabra, cada mirada, cada silencio está cargado de intenciones no dichas.
Él se sienta demasiado cerca cuando revisamos los bocetos. Yo me inclino más de lo necesario cuando señalo detalles en la pantalla. Sus dedos rozan los míos al pasarme documentos. Mi falda sube un centímetro más de lo apropiado cuando cruzo las piernas. Es una danza silenciosa de provocaciones sutiles que nos lleva cada día un poco más cerca del abismo.
Y mientras tanto, el proyecto avanza. Debo admitir que trabajar con Adrián es fascinante. Su mente es brillante, su visión creativa impecable. Bajo otras circunstancias, estaría aprendiendo y disfrutando de esta oportunidad. Pero la tensión entre nosotros lo contamina todo.
Hoy, mientras discutimos sobre la paleta de colores para el nuevo logo, noto que está particularmente irritable.
—Este tono no funciona —dice, descartando mi propuesta con un gesto brusco—. Es demasiado... predecible.
—Es elegante y transmite exactamente lo que el cliente pidió —argumento, cansada de su actitud.
—Es aburrido. Como tú últimamente.
Me quedo helada.
—¿Disculpa?
Adrián se recuesta en su silla, mirándome con esa intensidad que me desarma.
—La Emma que conocí la primera semana tenía fuego, desafiaba, arriesgaba. Esta versión tuya que huye y se esconde detrás de una falsa profesionalidad... no me interesa.
La rabia me invade como una ola.
—¿Y qué es exactamente lo que te interesa de mí, Adrián? ¿Añadir otra conquista a tu lista? ¿El reto de seducir a la empleada que se resiste?
Se levanta tan rápido que apenas puedo reaccionar. En dos zancadas está frente a mí, acorralándome contra la pared. Sus manos se apoyan a ambos lados de mi cabeza, encerrándome en una jaula invisible.
—Lo que me interesa, Emma, es descubrir si gimes tan bien como discutes. Si tu piel sabe tan dulce como imagino. Si tus labios son tan suaves como parecen cuando te muerdes el inferior mientras piensas.
Su voz es un susurro ronco que me eriza la piel. Estamos tan cerca que puedo sentir el calor que emana de su cuerpo, contar las pestañas que enmarcan sus ojos ahora oscurecidos por el deseo.
—Eres mi jefe —logro articular, aunque mi voz suena débil incluso para mí.
—Y tú eres la única mujer que ha logrado obsesionarme en años.
No sé quién da el primer paso. Quizás soy yo, impulsada por una rabia que se transforma en deseo. Quizás es él, cansado de este juego interminable. Lo único que sé es que de repente sus labios están sobre los míos, devorándome con una intensidad que me deja sin aliento.
No es un beso dulce ni romántico. Es hambre pura, deseo crudo. Sus manos se enredan en mi cabello, inclinando mi cabeza para profundizar el beso. Las mías se aferran a su camisa, arrugando la tela perfectamente planchada. Nuestras lenguas luchan por el control en una batalla donde ambos queremos perder.
Cuando finalmente nos separamos, jadeando, la realidad me golpea como un puño en el estómago. Acabo de cruzar la línea que me juré nunca traspasar.
Me aparto bruscamente, recogiendo mis cosas con manos temblorosas.
—Esto fue un error —murmuro, aunque mi cuerpo entero grita lo contrario.
Adrián no intenta detenerme esta vez. Se queda allí, observándome con una expresión indescifrable.
—Mañana a las seis, Emma. Tenemos un proyecto que terminar.
Salgo de su oficina sin mirar atrás, con el corazón latiendo tan fuerte que temo que se me salga del pecho. En el ascensor, apoyo la frente contra el espejo frío, intentando recuperar el control.
"Fue un error", me repito una y otra vez. "Un terrible error que no volverá a ocurrir".
Pero mientras las puertas se cierran y desciendo hacia la planta baja, la verdad me golpea con brutal claridad: ya no hay vuelta atrás. He cruzado la línea, y lo peor de todo es que una parte de mí está deseando ver qué hay al otro lado.