Habían pasado dos semanas desde la noche de la fiesta. Dos semanas de búsquedas sin descanso, de noches sin dormir y de un silencio que se había vuelto insoportable dentro del castillo.
Kael no recordaba haber sentido tanta impotencia desde la guerra. Cada rincón, cada pasillo, cada sombra le recordaba que ella no estaba. Y aunque el resto trataba de seguir con sus rutinas, nadie se atrevía a mencionar su nombre. Era como si hablar de Sareth r detonara una bomba.
La mañana comenzó como las anteriores: con Kael revisando informes inútiles sobre patrullas que no encontraban nada.
El cansancio se le notaba en los ojos, en el tono de su voz.
Pero lo que lo mantenía en pie no era la esperanza; era la rabia.
—¿Alguna novedad? —preguntó, sin levantar la vista de los papeles.
La puerta se abrió con un golpe seco, y la voz de Aziel interrumpió el silencio.
—Depende de lo que consideres novedad.
Kael levantó la cabeza. Aziel tenía esa expresión tranquila, esa compostura que usaba incluso en los