La cerradura se movió con un chasquido seco. Sareth levantó la vista, y la puerta se abrió lentamente. Myra entró con paso ligero, disfrutando de cada segundo.
—Vaya, vaya… —murmuró con una sonrisa torcida—. Así que la gran Sareth no se ve tan imponente ahora.
Traía en las manos un conjunto de ropa: Una camiseta negra con pantalones cómodos de color gris. —Te traje algo más apropiado para tu nueva… condición. —Su tono destilaba veneno.
Sareth no respondió. Solo la miró, con esa calma que irritaba a Myra más que cualquier insulto.
—¿No piensas decir nada? —continuó, dando un paso más cerca—. ¿Dónde está esa lengua afilada con la que solías hablarme? ¿O es que sin Kael a tu lado te quedaste muda?
Sareth levantó la vista despacio, sin levantar la voz.
—No necesito a Kael para poner en su lugar a alguien como tú.
Myra soltó una risa seca.
—Oh, por favor. Mírate. Encerrada, sin poder, sin aliados. —Se inclinó hacia ella—. No eres más que un error que Castiel decidió conservar por capricho.