El amanecer cayó rápidamente.
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Kael montó su caballo, con la mirada fija hacia el bosque. Detrás de él, un grupo de guerreros aguardaba en silencio. Nadie se atrevía a hablar; todos sabían que aquel viaje no era una simple misión.
Era una cacería.
Kael llevaba dos semanas planeando, analizando cada pista, cada rastro. Y aunque no tenía nada concreto, no podía quedarse quieto un día más. Cada minuto que pasaba sin saber de Sareth era un golpe más en el pecho.
—Nos moveremos al amanecer —había dicho horas antes, su voz seca, firme, sin espacio para dudas.
Y así fue.
El silencio del bosque los envolvía a medida que avanzaban. Los cascos golpeaban la tierra húmeda, y el aire olía a tormenta. Kael no apartaba la mirada del camino, aunque su mente estaba lejos.
Elio. Myra. Sareth.
Tres nombres que se repetían como una condena.
“¿Cómo se atrevieron?”, pensó, apretando las riendas.
Y aun así, una parte de él se negaba a creer que Elio los hubiese