Myra avanzaba con pasos cautelosos entre la espesura del bosque, el frío de la madrugada le calaba la piel pero no se detuvo. Cada crujido bajo sus botas parecía un grito en medio del silencio, como si la misma noche intentara delatarla. Había dejado atrás el castillo, cargando consigo un peso invisible: información que debía entregar a Castiel. Ella sabía que Kael jamás le perdonaría si descubría su traición, pero tampoco podía negar la lealtad torcida que la unía a aque ángel. Cuando la bruma comenzó a espesarse, supo que se acercaba. El aire cambió, cargado de un aura oscura y familiar, un eco de poder que erizaba la piel. Allí estaba él, esperándola, con la misma calma de siempre. Castiel parecía recién devuelto de la muerte: sus ojos brillaban con un fulgor antinatural, el aura sombría envolviendo su figura como un manto de amenaza.
—Llegas tarde —dijo con voz baja, sin apartar la mirada de ella.
Myra tragó saliva, obligándose a mantener la compostura. —No es fácil salir del cast