Kael y Sareth regresaban al castillo en silencio. El eco de sus pasos se mezclaba con el crepitar de las antorchas que iluminaban tenuemente el pasillo de piedra. El aire estaba impregnado de humedad y del olor a hierro que siempre flotaba en las murallas de la fortaleza. Ella caminaba a su lado, sin mirarlo, pero ambos sabían que entre ellos había algo suspendido, imposible de ignorar.
El recuerdo del beso a orillas del río aún ardía en los labios de Sareth. Un fuego extraño, intenso, que le había robado la razón por unos instantes. Kael había sido directo, brutal en su manera de exponer lo que sentía, como si la vida misma dependiera de ello. Y ella… ella había cedido. Parte de sí quería quedarse perdida en ese instante para siempre, pero la otra parte no podía dejar de recordar que él ya la había dejado atrás una vez.
Kael, por su parte, caminaba con la mandíbula apretada, tratando de contener el torbellino que lo atravesaba. No era hombre de palabras suaves ni de promesas fáciles.