La luz de la mañana se filtraba por las cortinas pesadas de la habitación, bañando el lugar con un resplandor suave que hacía que todo pareciera más tranquilo de lo que realmente era. Sareth abrió lentamente los ojos, sintiendo un leve peso sobre sus piernas. Al bajar la mirada, descubrió la escena: Kael estaba allí, recostado, dormido sobre ella, sujetándole la mano con firmeza, como si temiera que en cualquier momento pudiera desvanecerse o escapar. El cansancio del día y de la noche anterior lo había vencido, y esa vulnerabilidad, esa forma de aferrarse a ella incluso en sueños, le provocó a Sareth un nudo en la garganta.
Trató de incorporarse con cuidado, moviéndose lo menos posible para no despertarlo, pero su esfuerzo fue inútil; al mínimo movimiento, Kael abrió los ojos de golpe, como si hubiera estado esperando ese instante.
—Sareth… ¿estás bien? —murmuró con voz ronca, llena de preocupación—. Lo siento, no quería quedarme dormido.
—Está bien… —respondió Sareth en un susur