Recuerdos Enterrados.

La calle abandonada olía a humedad y polvo viejo. El agua de la lluvia se filtraba por todas partes, formando charcos oscuros en el piso de cemento. Isela se dejó caer sobre una caja rota, respirando entrecortado. Sus manos estaban heladas y le costaba sentirlas. Livia, a su lado, mantenía el cuchillo en alto, el pulso tembloroso pero la mirada firme. Damian las seguía de cerca, había aparecido como niebla en un día de lluvia.

El silencio era espeso, cortado solo por el goteo constante. Isela sintió el corazón todavía golpeando en las costillas. Todo había ocurrido demasiado rápido: los disparos, las luces, las camionetas negras. Y luego, de pronto, él. Damian.

Se obligó a alzar la cabeza. Su voz salió baja, casi un susurro:

—Esto no puede ser real.

Damian la miró. Había barro en su rostro, lluvia en su pelo. Pero sus ojos, esos ojos febriles y oscuros, eran los mismos que recordaba de las historias que Leo nunca quería contar. Su voz era grave, rota:

—Es real. Y tenemos poco tiempo.

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