Máscaras.
El reloj marcaba las 2:17 a.m.
Isela despertó de golpe. El apartamento estaba en silencio, apenas iluminado por el reflejo de la luna que entraba entre las cortinas. No recordaba en qué momento se había quedado dormida en el sofá. Tenía el celular aún en la mano, las notificaciones de Damian que ni siquiera había abierto, y de aquel número desconocido que la acechaba, brillando en la pantalla.
Rufián estaba erizado en el respaldo, mirando hacia la puerta de entrada.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Alguien había entrado a su apartamento.
Se incorporó despacio, descalza. El silencio era tan profundo que podía oír su propio pulso. El picaporte de la puerta se movió apenas, un chasquido metálico, y el corazón se le aceleró.
No era la primera vez que sentía que alguien la seguía. Pero esta vez no era paranoia. Esta vez era real.
—Isela —susurró una voz masculina, apenas audible.
Ella se quedó inmóvil, con los dedos aferrados al celular. Conocía esa voz.
La puerta se abrió despacio y