Mundo de ficçãoIniciar sessãoJuliette Moreau no debería estar allí. Convertirse en la asistente de Aston Myers jamás fue su elección, pero el destino, y algunas intrigas, la han colocado justo donde nunca imaginó estar: al lado del hombre que arruinó su vida. Aston Myers es frío, hosco y calculador. Después de haber amado a una sola mujer en su vida, no cree en el amor ni piensa volver a entregarse. Su refugio está en la oscuridad, en una vida secreta de poder y control en el mundo del BDSM, siempre bajo estricta discreción. Nada ni nadie ha logrado romper las murallas que ha construido a su alrededor. Hasta que Juliette aparece. Ella debería ser solo otra asistente más, pero se atreve a desafiarlo, a provocarlo, a cruzar límites que nadie más se atrevería. Y cuando Aston descubre que Juliette lo observó en su intimidad más prohibida, lo que comienza como un juego de poder se convierte en una obsesión peligrosa. Ella quiere venganza. Él quiere control. Pero entre la traición, el deseo y los secretos que los rodean, pronto descubrirán que hay batallas donde no existen ganadores, solo corazones condenados. Libro II - Saga Corazones Malheridos Títulos disponibles hasta el momento: 1. El regreso de la Exesposa 2. La venganza de la Exprometida
Ler maisJuliette Moreau
Nunca pensé que abrir la boca de más me iba a costar un viaje en yate en Boston. Pero aquí estoy, rodeada de trajes caros, copas de vino y conversaciones que ni quiero entender, hoy no me interesan. Todo porque a mi querido jefe, nótese la ironía, le dio por escucharme hablar por teléfono. «No era para tanto, ¿no?». Solo lo llamé Lucifer y dije que me robaría, otra vez, un vino de su cava para celebrar un fin de semana en condiciones. Nada que él no se haya ganado a pulso. Pero claro, Aston Myers no tiene sentido del humor. Lo que sí tiene es un carácter de m****a y una extraña capacidad para arruinar mis planes. Me mortificó demasiado que, además, me lo sacara en cara. Porque en lugar de dejarlo pasar, me dijo con esa voz que no admite réplicas: —Si te sobra tiempo para insultarme y hacer planes, te sobra tiempo para viajar conmigo a Boston. Eso justo antes de subir a su jet privado, porque el demonio mayor no podía quedarse con eso atorado. Y aquí estoy, sentada a su lado en una cena de negocios que no me concierne en lo más mínimo, porque ni siquiera me pidió estar atenta o tomar notas como suelo hacerlo durante el día. No he dicho ni diez palabras en toda la noche, solo asiento y sonrío cuando alguien cuenta un chiste sin gracia; o miro el mar por la ventana para no morirme de aburrimiento. Aston tampoco me dirige la palabra desde que subimos al yate, pero está a mi lado, imponente en su traje negro, con esa mirada que hace callar a cualquiera, hablando lo justo y necesario con los demás. Para él, esta noche yo soy invisible. Lo peor es que todavía no sé por qué quiso traerme. Entiendo la parte de joderme el fin de semana, pero me pudo dejar aburrida en su enorme casa en la ciudad. Aquí no tengo nada que hacer. No sirvo para nada más que para ocupar una silla a su lado. «Y si esa era la idea, sinceramente, podría haberse traído un maletín». Cuando la cena por fin termina, respiro aliviada. Los pocos invitados, hombres poderosos que casi limpian con la lengua el camino por el que avanza mi odioso jefe, empiezan a marcharse en las lanchas que los llevan de regreso al puerto. Y yo ya me veo en una de ellas, olvidando este circo, hasta que escucho su voz. —Juliette, dile al servicio que envíen una botella de mi vino al camarote. Y que recojan todo antes de irse. Posa esos negros ojos en mí solo una fracción de segundo, con esa cara ácida que le encanta poner cuando algo le irrita, y se aleja. Eso es todo lo que dice. Ni una mirada de más, ni una despedida. Solo la orden, seca, como si yo fuera parte del personal de a bordo. «Es que el hijo de puta no se esmera en ser un cabrón, le sale solo». Se va, dejándome con la copa en la mano y un nudo de rabia en el estómago. Refunfuñando, camino hasta la cocina del yate. Voy con la elegancia forzada de alguien que intenta no patear la mesa por puro coraje. Porque claro, ¿qué soy ahora? ¿Su asistente personal o la camarera de turno? ¿Y por qué el maldito quiere vino en su habitación? ¿Pretende emborracharse solo y lanzarse al mar luego? Porque de ser esa su intención, yo puedo ayudarlo con lo segundo y volándonos por completo lo primero. El chef me recibe con una sonrisa amable, pero en cuanto le transmito el pedido de Aston, su expresión se tensa. —El camarero tuvo una emergencia y ya salió en la última de las lanchas —me dice, levantando las manos en señal de disculpa—. Tendrá que llevarlo usted, señorita. Cierro los ojos un segundo y respiro. Respiro otra vez, más profundo. Y nuevamente. «Tranquila, Juliette, no vale la pena». Pero sí vale la pena, porque estoy aquí en un viaje que no pedí, en una cena que no pintaba nada, y ahora, encima, cargando vino como si fuera mi pasatiempo favorito. —Claro —respondo, con la mejor sonrisa fingida que logro sacar—. Faltaba más. El chef parece aliviado. Yo, no tanto. Tomo la botella que pidió Aston y, como quien no quiere la cosa, cojo otra igual y la escondo entre mi bolso y el abrigo. «Si voy a ser la mensajera de vinos, me merezco comisión». Salgo de la cocina minutos después arrastrando el carrito con una mezcla de dignidad y resentimiento. Y cuando voy a mitad de pasillo, caigo en cuenta de algo que me dijo el chef. Las lanchas ya se han ido. En la última se fue el camarero a quien yo le estoy haciendo el trabajo. —Perfecto. Ni aunque quisiera podría volver a tierra esta noche. Y todo gracias a él —gruño, con frustración. El pasillo se me hace interminable, más por el mal humor que me consume. El vino tintinea en el carrito con cada movimiento y yo no puedo dejar de pensar que, si me tropiezo y se rompe, probablemente Aston me mande directo al fondo del mar. Llego a la puerta de su camarote y suspiro. Toco con los nudillos. Una, dos, tres veces, y espero. Nada. —Magnífico. Otra cosa más que añadir a mi lista de molestias de la noche —refunfuño en voz baja. Pongo los ojos en blanco, sabiendo que no puedo solo dejar el vino aquí afuera y me preparo para entrar. Abro despacio y entro para dejar el carrito dentro. La habitación principal del yate parece más grande que mi apartamento entero en New York. Todo lujo, todo en orden, todo demasiado cuadrado y perfecto como Aston Myers. Coloco la botella sobre la mesa, junto a las copas, preguntándome dónde carajos se metió. Un pensamiento intrusivo me hace creer que se arrepintió de vivir y se lanzó al mar, pero esa no es una batalla que Dios me facilitaría, así que no lo creo. Me digo que estoy perdiendo el tiempo y me doy la vuelta para salir, pero entonces escucho algo. Algo que, evidentemente, no debería estar escuchando. Un murmullo bajo. Una voz ahogada. Y un golpe sordo que me pone los pelos de punta. Me congelo. No debería mirar. No debería, de verdad. Pero mis pies se mueven solos hacia el sonido. La puerta entreabierta al fondo me da la respuesta que no estaba buscando. No necesito abrirla del todo, apenas un espacio me basta para ver. Y lo que veo me deja sin aire. «Ese no es mi estirado jefe, ¿o sí?».Juliette Moreau Fue un movimiento audaz sentarme justo a su lado. No digo que ponga nervioso a este hombre, no creo que sea capaz de eso todavía, pero sí que lo saco de sus casillas con facilidad. Miro la hoja en blanco mientras él espera por mí, espera una respuesta de mi parte. Pero no puedo pensar bien, porque en mi cabeza solo se repiten sus palabras. “Quiero poseerte en este lugar”. Esa frase la repito una y otra vez, probando su peso, su intención y su verdad. «¿Por qué lo dijo así con esa seguridad que no admite dudas? ¿Cree que se la voy a poner tan fácil? Y, sobre todo, ¿por qué cedió tan rápido después de lo que pasó hace un momento?». Él llego aquí hoy en la mañana con la firme convicción de que yo accedería a la locura de contrato que él trajo. Llegó confiado, creyendo que yo accedería como mansa paloma. «¿En qué cabeza cabe? ¡Oh! por supuesto, en la suya. ¿Y por qué ahora ha accedido tan rápido y ha puesto una hoja en blanco para mí, para que yo escriba lo que de
Aston MyersEl plan se enciende en mi cabeza y mis piernas ya se están moviendo antes de que pueda cuestionarlo. Salgo de la oficina, la puerta golpea contra la pared con un eco que hace voltear a medio pasillo, incluida ella.Hay suficiente gente aquí, cosa que es bastante extraña, porque esta área suele estar vacía y no quiero dar un espectáculo, así que vuelvo a mi máscara de siempre.Juliette se detiene, no porque yo se lo pida, sino porque sabe que voy tras ella. Las personas con las que habla dan una falsa sonrisa hasta donde estoy, pero las ignoro. Solo la miro a ella mientras me acerco. De reojo veo cómo todos se alejan a otro lado, para que pueda hablar con ella. Asumo que imaginan alguna otra cosa.Ella levanta la barbilla, lista para otro round, y ese gesto envía un ramalazo de excitación por mi cuerpo, terminando justo en mi verga, tensándola. Me maldigo por eso.—En quince minutos te quiero en la sala de juntas —digo, sin levantar la voz.No es una orden disfrazada y tampo
Aston MyersLa puerta se cierra y espero un portazo cómo mínimo, pero no sucede. Lo hace fuerte, pero sin violencia. Con elegancia, pero firme.Como si romper el jodido contrato en mi cara no hubiese sido declaración suficiente, se marcha dejándome esa estúpida frase, sin siquiera voltear a verme.«Estoy… ¡Mierda! ¿Cómo estoy?».Ella no necesitó gritos o alzar la voz en ningún momento para desconcertarme. De hecho, romper el contrato fue solo la cereza del pastel. Lo que más me jodió fue su risa, su burla. Porque la primera fue espontánea; las otras, aunque genuinas, fueron más calculadas.Ella se estuvo burlando de lo que le ofrecí, de lo que quiero de ella. Del maldito esfuerzo que hice durante la noche para tener listo ese jodido contrato.Me quedo inmóvil, todavía en mi lugar, con los restos del contrato esparcidos sobre mi mesa como si fueran evidencia de un crimen que no sé cómo cometí.«Esto es una maldita locura».Algo en mi pecho arde, sube y desordena todo lo que siempre he t
Juliette Moreau Llego a la oficina primero que Lucifer, como siempre lo hago, para tener todo lo que le corresponde en el día, en orden, tal y cómo le gusta. Además de su café, amargo y sin dulzor, como es él, preparado para cuando llegue. Hoy, aunque es un día normal para todos, para mí se siente cómo una pequeña victoria, más sabiendo todo lo que sucedió anoche. No voy a negar que el maldito hombre me hizo viajar hasta el mismísimo cielo, para que luego yo lo sacara de ese lugar sagrado de una patada en el culo, con el ego herido y directito al infierno, como el demonio que es. Su cara de incredulidad fue como un bálsamo a mi dignidad, a mi ego magullado de tantas humillaciones, porque ya era justo que pusiera la balanza a mi favor. Miro el reloj en mi muñeca y sé que no debe faltar mucho para verlo llegar. Tengo que prepararme mentalmente para la tormenta que se avecina. Sé que Lucifer convertirá esto en un infierno después de lo de anoche, porque no me dejará salirme con l
Aston Myers La puerta de su habitación se cierra de golpe y la siento como si la tuviera en mi puta cara. «Pero… ¿Qué carajos acaba de pasar?». Me quedo ahí parado, completamente inmóvil, como si mi cerebro hubiera decidido desconectarse para evitar explotar. Sé que debería moverme, que debería hacer algo. Ir y tumbar la puta puerta, en primer lugar, para luego recordarle con quién m****a está hablando. Pero no lo hago. Todavía siento su olor en mi piel, su respiración agitada, su cuerpo estremeciéndose por un orgasmo que al fin le otorgué, pero es solo un eco de lo que acaba de pasar. Estoy en shock, esa es la realidad. Le doy lo que tanto ansiaba, lo que tanto estaba deseando y lo que la tenía rabiando, pero entonces ella… ella... «¡Joder! Ni siquiera puedo ordenar mis pensamientos». Me suelta todo eso. Me vomita su veneno como si no acabara de rogarme sin palabras hace dos minutos. Cómo si su cuerpo no hubiese cedido ante mi toque, desmoronándose en mis manos. Cierro los
Juliette Moreau Aston pierde el control. El sonido del envoltorio rompiéndose es la última advertencia. No lo miro directamente, pero es como si lo hiciera. El calor de sus ojos mientras se coloca el condón se siente como un rayo contra mi piel. Él se acomoda detrás de mí, apoya su mano con firmeza en mi cadera y roza su pecho en mi espalda cuando baja apenas la cabeza y respira contra mi hombro. Sus dedos se clavan con fuerza, exigiéndome una quietud que me cuesta darle. —No sabes en qué demonios te estás metiendo —advierte, y su voz es pura adrenalina contenida. —Ya te dije… —respiro, con el cuerpo al borde del colapso—. No te contengas. Él apoya la frente en mi nuca por un instante al escucharme. Es un gesto corto, dura un solo segundo, luego lo siento empujar mis caderas hacia atrás con un agarre capaz de quemar. —Después de esto, eres mía, Juliette... Con el corazón acelerado, resisto lo que eso me hace sentir. —Vete al infierno. —Ya estoy ahí —gruñe—. Pero tú viene





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