Amenaza.
El reloj seguía marcando las 2:22 a.m. cuando Isela apartó lentamente el ojo de la mirilla. La calle estaba desierta, pero el frío que se filtraba bajo la puerta era casi antinatural, como si algo invisible estuviera al otro lado.
Rufián bajó del respaldo del sofá y se acurrucó junto a sus pies, erizado, con la cola inflada.
Isela no respiraba. Sentía que el silencio la aplastaba, que hasta el más mínimo movimiento podía delatarla.
El celular vibró en su mano. Un mensaje nuevo. Del mismo número desconocido.
“No abras la puerta.”
El corazón de Isela dio un salto. Miró la pantalla una y otra vez, incapaz de procesarlo.
¿Quién era? ¿Cómo sabía?
El picaporte volvió a girar, esta vez con más fuerza. Un sonido metálico, insistente, como uñas arañando metal.
Isela retrocedió hasta chocar con la mesa. Todo su cuerpo temblaba.
—Leo… —susurró, aunque sabía que ya no estaba.
La puerta dejó de moverse. Silencio otra vez. Pero esta vez, no era un silencio vacío: era denso, expectante, como si algo