La Captura.
La noche en la avenida era un laberinto de sombras. La lluvia había amainado, pero un frío punzante subía desde el asfalto como vapor helado. Isela sentía cada gota en la piel y, con cada latido, la daga de Selena clavada en su espalda quemaba como hierro al rojo vivo. El dispositivo pesaba en su mano como un trozo de plomo vivo. Leo estaba a su lado, sosteniéndola por el brazo; Damian intentaba taponar la herida con un trozo de tela arrancado de su chaqueta. Livia sollozaba, encogida, como si el propio aire le arrancara las fuerzas.
—No podemos quedarnos aquí —susurró Leo, los ojos recorriendo la oscuridad—. Ella no tardará en encontrarnos.
Isela trató de contestar, pero solo salió un hilo de aire. El mundo le daba vueltas. Las luces lejanas de la avenida se deformaban, alargándose como cuchillas líquidas. El dispositivo palpitaba en sincronía con la herida, como si estuviera absorbiendo algo de ella.
Damian se incorporó, cuchillo en mano, y señaló un callejón lateral.
—Allí. Un refu