Heridas.
El asfalto estaba helado bajo sus rodillas. Isela apenas podía respirar; cada inhalación era un golpe de fuego en sus costillas. La daga de Selena seguía clavada en su omóplato derecho, como un recuerdo ardiente. Damian la había arrancado con un gesto rápido y limpio, pero la herida sangraba sin parar.
La lluvia caía oblicua, arrastrando el olor a ozono y metal quemado. En algún punto detrás de ellos, la grieta azul que los había traído de vuelta ya se había cerrado. Leo y Livia no habían cruzado.
Isela se obligó a mirar alrededor. Estaban en un callejón estrecho, las paredes descascaradas y cubiertas de grafitis, charcos oscuros que reflejaban luces rojas lejanas. Podía escuchar las sirenas de la ciudad, mezcladas con algo más: un zumbido grave, como el de un enjambre eléctrico.
Damian la sostuvo por los hombros. Su rostro estaba pálido, los ojos más oscuros de lo habitual.
—Tienes que moverte, Isela. No podemos quedarnos aquí.
Ella apretó los dientes. El dispositivo seguía en su moc