Traiciones.
El reflejo de la luna entraba sesgado por las cortinas y partía el cuarto en dos: luz azulada de un lado, oscuridad profunda del otro.
Rufián se mantenía debajo del sillón, inmóvil, apenas respirando. El gato nunca se escondía así; ni cuando venían visitas, ni cuando sonaba el timbre. Eso la asustó más que cualquier otra cosa.
El cuchillo que Isela sostenía con ambas manos estaba frío y pesado. Un cuchillo de cocina ridículo frente a la figura que no se movía al otro lado de la sala.
La silueta parecía flotar: alta, delgada, cubierta por una chaqueta oscura con capucha. No se oía nada, ni un roce de tela, ni un aliento.
— ¿Quién eres? —preguntó Isela. Su voz salió débil, un susurro que ni ella reconoció.
La figura no respondió. Dio un paso y el suelo crujió apenas. Después arrojó algo en su dirección. Un sobre que chocó contra sus pies. Ese golpe de papel sobre madera fue un trueno en el silencio.
—Ábrelo —dijo la voz. Femenina. Baja, raspada, con un acento que Isela no supo ubicar.
I