Confesiones y Respiros.
El sol del sábado se filtraba en líneas oblicuas por las cortinas del departamento, dibujando polvo dorado en el aire. Era un día extraño: demasiado brillante para la tormenta que Isela sentía por dentro. Había dormido poco, apenas un par de horas entre sobresaltos. El recuerdo del beso de Damian estaba ahí, fresco, latiendo en su boca como si hubiera ocurrido hacía minutos. Cada vez que cerraba los ojos, sentía de nuevo la presión de su mano en la nuca, la cercanía peligrosa, el calor de su aliento.
Se levantó tarde, con el cabello aún enredado y la camiseta arrugada. Preparó café como un autómata y se sentó en el sofá, abrazando la taza. Era sábado. No tenía clases, no tenía planes. Solo tenía ese eco en la piel y un silencio que parecía demasiado grande para su pequeño apartamento. Pensó en ordenar comida.
El timbre sonó dos veces.
Isela casi se atraganta con el café. Se levantó de un salto y fue a la puerta. Cuando miró por la mirilla, vio dos figuras conocidas: Livia, con una son