Cercanía.

Isela sentía la piel demasiado sensible, como si cada centímetro de su cuerpo recordara lo cerca que había estado de Damian. Su mente insistía en repetirse que había hecho lo correcto al detenerse, pero su corazón era un traidor que no dejaba de latir al ritmo de su presencia.

Él seguía allí, sentado en el sofá, inmóvil. Parecía haber dormido con los ojos abiertos, aunque sabía que no era así. Damian tenía esa forma extraña de descansar: alerta, como si un solo ruido bastara para hacerlo reaccionar.

El reloj marcó las siete cuando ella, incapaz de soportar más la tensión, se atrevió a hablar.

— ¿Vas a quedarte aquí todo el día?

Damian levantó la mirada lentamente. Sus ojos, oscuros y profundos, tenían algo que la estremeció.

—Mientras no estés segura, sí.

Isela frunció el ceño.

— ¿Segura de qué?

Él no respondió enseguida. Solo la observó, con esa intensidad que parecía desarmarla por dentro. Finalmente habló.

—De que no van a volver por ti.

Un escalofrío recorrió la espalda de Isela.
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