39. La mentira perfecta.

El día siguiente nos regaló un sol limpio, de esos que parecen inventados para engañar: una luz nueva sobre un pueblo que todavía huele a tormenta. Las calles estaban húmedas y el aire cargaba esa mezcla de pan, tierra mojada y rumores que solo existe en lugares pequeños. Fran y yo salimos temprano; la tía insistió en que desayunáramos primero, como si el cuerpo necesitara estar entero para poder mirar de frente lo que estaba por venir.

Fuimos al mercado a comprar pan, pero volvimos con lo que realmente importa en un pueblo: información. La gente habla, incluso cuando dice que no lo hace. Si uno sabe escuchar —y después de la ciudad, uno aprende—, las palabras son migas que llevan a una verdad más grande.

Un vecino mencionó, casi casual, que Rocío había sido vista en la terminal de autobuses dos días después de la explosión. Llevaba un bolso grande y caminaba con prisa. ¿Huyendo? ¿Siguiendo órdenes? ¿O llevándose algo que no podía dejar atrás? El comentario quedó flotando entre Fran y
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