38. El fuego y la calma

Esa noche, después de la sopa caliente y del ritual casi sagrado de que la tía apagara las luces del comedor mientras dejaba la radio muy baja —siempre esa emisora que parece transmitir desde otra década—, el silencio nos rodeó sin pedir permiso.

La casa respiraba como si también necesitara descansar. El perro se acomodó junto a la heladera y empezó a roncar con ese sonido profundo que hacen solo los animales que se sienten seguros. Era como si supiera que nos debía ese espacio, como si hubiera acordado darnos un rato del mundo sin interrumpir.

La lamparita del techo hacía un halo tímido sobre la mesa, un círculo de luz que parecía protegernos del resto de la noche. Mile estaba parada junto a la ventana, con los brazos cruzados y el ceño levemente fruncido. La lluvia se había detenido, pero el vidrio todavía mostraba gotas rezagadas, resbalando como ideas que no encuentran su final.

—No quiero que lo que pasó nos convierta en otra cosa —dijo ella sin mirarme—. No quiero que el miedo d
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