40. Lo que arde bajo la calma
Entramos por puertas distintas, como habíamos ensayado con una sola mirada durante el camino. El galpón parecía, a primera vista, inofensivo: paquetes apilados con demasiado cuidado, herramientas limpias como si nadie las hubiera usado en meses, olor a aceite y madera húmeda. Un sitio que pretendía ser desordenado pero no sabía fingirlo bien. Las luces altas zumbaban como una advertencia.
En el centro, había una mesa plegable con una carpeta abierta. Una trampa educada: tan visible que parecía una cortesía.
—No toques nada —dije.
—Lo digo yo siempre —respondió Mile, pero ya estaba mirando lo mismo que yo: las cámaras “falsas” en las esquinas… y una verdadera, diminuta, casi imperceptible, colgada del tirante central.
Me moví sin hacer ruido y apagué el disyuntor. El galpón respiró en penumbra, como si por fin pudiera ser sincero. En ese segundo de silencio, lo escuchamos: pasos encajonados al fondo, suaves pero torpes, como alguien que ya no sabía caminar sin miedo. El perro gruñó con